viernes, noviembre 23, 2007

La quiero

La imagen que tengo frente a mí empaña mis ojos de lágrimas y de tristeza: el suero se introduce en su cuerpo a través de un vía en la muñeca, un tubo en la nariz le permite que el oxígeno entre en su nariz y sus ojos cerrados la llevan a un mundo misterioso. Percibimos sus sonrisas oníricas y sus labios gesticulan palabras incomprensibles que no acertamos a descifrar. Ella duerme, un sueño extraño y profundo. Alrededor, nuestro dolor.
De pronto, la mente te bombardea con instantes maravillosos vividos junto a ella: la primera vez que vi el mar, en Oropesa de mar, los paseos por Rosales, las noches amenizadas por sus coplas, sus explicaciones en los distintos museos de Madrid (Emma, soy como un libro abierto de Historia:, he vivido la monarquía de Alfonso XIII, la República, la Guerra Civil, la Guerra Mundial, la dictadura, la democracia...), las risas en los teatros, sus fantásticas cenas cuando éramos pequeños de sopa y tortilla de jamón serrano, sus besos y abrazos a los niños, su imagen presumida (venga, abuela, que nos vamos a dar un paseo por el pantano, le decía mientras preparaba a los niños. Ay, Emma, espera que me pinte los labios y me ponga los pendientes, suplicaba, porque ella siempre tenía que ir divina), sus trampas para dar de comer a Kaos a escondidas, sus elogios ante una buena tortilla de patata o un gazpacho, sus besos, su ternura... No hay espacio para contar todo el amor y el cariño que nos ha dado. Y también, porque no decirlo, nuestros pequeños enfados que eran solucionados entre risas...
Y ahora está allí, en una fría cama de hospital, rodeada de toda su familia, de todos a los que ha querido y de todos los que la hemos amado. Y estoy enfadada, dolida con la vida... Encolerizada por ver cómo una persona que tanto ha deseado vivir, que tanto ha disfrutado tenga ahora que depender de la morfina para no sufrir dolores, de nuestros cuidados, del suero... Abuela, te quiero y no sé qué voy a hacer sin ti..

domingo, noviembre 18, 2007

Los Alonso-Peña y los Peña-Calle en Sª Cruz del Valle Urbión



¡Cuidado con los troncos!, gritamos los cuatro adultos a la vez, pero ellos sólo sonrieron de felicidad



Hojas, colores, frío... El otoño esconde los grandes tesoros de los niños




Una escena bucólica: un castaño otoñal rescatado de una antigua película romántica



Bicicletas, maletas, nevera, cámara de fotos... Todo listo para abandonar la ciudad y disfrutar del puente lejos de la gran urbe. Chicos, nos vamos, exclamó Alonso con optimismo. Arrancó y al segundo el atasco nos abdució. Imité a mis niños, cerré los ojos y confié en la buena conducción de mi marido. Al cabo de dos horas, los coches desaparecieron (cuestión que nunca he entendido y que he analizado con asiduidad) y el paisaje se modificó. Cogimos el desvío de Pradoluengo y el verdor con tonos ocres nos invadió. El agua rebosaba en un pantano, los ríos fluían con gran caudal y las hojas del otoño revoloteaban por el entorno que rodeaba las curvas de la carretera.
-Papá, para que voy a vomitar. -suplicó Álvaro rompiendo la imagen idílica.
Al abrir la puerta nos pegó con fuerza el frío de Burgos, Álvaro despejó su malestar y al poco rato llegamos a nuestro destino: Santa Cruz del Valle Urbión , en la sierra de la Demanda (Emma, no te emociones, que ocupa más el nombre que el pueblo, me explicó Roberto por teléfono).
Recorrimos una larga calle. Pues no parece tan pequeño, comenté a Juan Fran, que creo que no me escuchó porque estaba hipnotizado por las montañas
La panda Peña-Calle nos esperaban en la puerta de casa. ¡Pimos, pimos!, gritó Manuela y no se lo pensó dos segundos: cogió a Álvaro de la mano y le llevó a ver los patos que nadaban por un caz (o acequia) cercano.
La casa nos recibió con el calor de la calefacción. Rápidamente colocamos los equipajes y nos fuimos a recorrer las callejuelas del pueblo. En el bar de la Ceci nos tomamos unas coca-colas y volvimos a casa a comer. Y ahí comenzaron los problemas con la cocina. La vitro de inducción (es que funciona con imanes, repitió mi hermano un mínimo de siete veces al día) nos desesperó. Oye, Virginia, que se ha apagado. Ay, Emma, es que como la vitro es inteligente en cuanto quitas la sartén se apaga, me explicaba muerta de risa...
Por la tarde, preparamos la expedición: Cayetana abrigada hasta las orejas colgada de la mochila de Roberto, Manuela en la sillita empujada por Virginia por si se cansaba, Diego y Álvaro en bicicleta y nosotros cargados con la mochila con merienda y ropa de abrigo. Anduvimos poco, pero tardamos mucho porque los niños son así: mamá, espera que me voy a subir a este tronco, decía por ejemplo Diego, y detrás suyo subían Álvaro y Manuela; y ahora nos metemos en ese prado, ordenaba Álvaro, y Diego y Manuela obedecían... Hasta que llegamos al río. Paramos en el puente de granito y los niños se acercaron a la orilla. Elemental, Diego se cayó, se empapó los pantalones y las botas y rápidamente tuvimos que volver. Como aún era pronto aprovechamos para ir a comprar a Pradoluengo algo de embutido (todo ahumado, que es lo típico de la zona).
En la cena descubrimos que si encendiamos a la vez la vitro de inducción y el microondas saltaban los plomos, pero como somos tan listos no hallamos la solución hasta que saltaron tres veces los plomos. Roberto histerizó a los niños con sus canciones. Es que así cenan, explicó emocionado por su repertorio musical. Juan Fran, Virginia y yo descartamos asesinarlo, pero estuvimos a punto de encerrarle dentro de la chimenea.
Una vez que las cuatro fieras se durmieron, cenamos, jugamos al "Quiere ser millonario", tomamos unas copas y reímos con nuestras historias.
El sábado, excursión por la idílica sierra de la Demanda y el frío burgalés. En la comida batallamos de nuevo con la vitro de inducción (que funciona con imanes) y por la tarde, mientras los chicos admiraban en la plaza las piezas de la cacería, nos fuimos Virginia, las niñas, Álvaro y yo a conocer el Palacio de la familia, del siglo pasado.
Esa noche estuvo más revuelta. Sobre todo por el estómago de Álvaro que vomitó por todas las habitaciones. Mientras, la chimenea crepitaba en el salón y las risas y buenhumor nos acompañaron hasta altas horas de la madrugada.
El domingo, tras degustar los sabrosos pinchos de Paul, cargamos los coches con los equipajes, los cuarenta kilos de patatas, los membrillos y el recuerdo de un fantástico puente en Santa Cruz del Valle Urbión. Habrá que repetir.



Diálogo de primos: "Pimo, espérame, que yo voy". "Sí, Manuela, pero date prisa"




Soy toda una campeona



¿Dónde está Yeye?




Por Dios, ¿por qué me habrá tocado esta familia de chalados?


PD: Roberto, ¡el cestillo!, que no puedo hacer arroz. ¡Cachis!

lunes, noviembre 05, 2007

HALLOWEEN 2007



El sábado el terror invadió el Olimpo. Brujas, esqueletos, locos, piratas fantasmas, vampiros... se apropiaron de la casa. El pánico se adueñó de cada estancia y los gritos se sucedieron. Las arañas extendieron sus telas por todo el salón y el temor se coló por los ojos de las calabazas. Uuuuhhhhh, uuuhhhhh!!!!!



Las brujas se unieron para lanzar sus conjuros.



Un loco atemorizó a los más pequeños...



Los diablillos disfrutaron comiendo rabos de lagartijas, dedos ensangrentados y cerebros de mosquitos...

Rugidos de motor

Todo se junta: Alonso, de viaje en Portugal y a mí me toca trabajar el fin de semana. Pregunta del millón: ¿qué hago con los niños? Solución: mi madre. Así que por la mañana me dirijo con los niños hacia su casa. ¡Mamá, ahí está la abuela!, gritan los peques. Aparcó en el primer hueco que encuentro y bajamos del coche. Kaos ladra emocionado y arrastra a mi madre hasta nosotros mientras la barra de pan se aferra a la bolsa para no caer al suelo.
Beso a los niños, doy las instrucciones pertinentes e innecesarias a mi madre y me despido para ir al periódico. Me siento en el coche, meto la llave y el motor no se inmuta. Repito la operación y el mutismo continúa. ¡Mierda!, grito. Salgo del coche. ¡Mamá, mamá!, vocifero en mitad de la calle. Todo el mundo mira menos ella. ¡Mamá, mamá! Por fin se gira, me despide con la mano y sigue caminando. ¡Mamá, que se me ha roto el coche! Pero ¿qué te ha ocurrido?, pregunta extrañada. No sé, pero no arranca, rujo indignada. Bueno, Emma, tranquila, coge mi coche y vete a trabajar.
Al volver de mis horas de tedio en el periódico compruebo que el coche sigue sin dar señales de vida. Media hora después de llamar al seguro aparece la grúa. El operario revisa con sus cables al batería y sentencia: señora, se le ha descargado la batería. En cinco minutos arranca el coche y se despide desde la grúa.
Mi madre, que es más terca que una mula, decidió acompañarme a por la batería nueva. ¡Y menos mal! porque según íbamos por el túnel de Cuatro Caminos el coche se paró.


¡¡Mierda!!, grité como una loca alzando los brazos y moviendo las manos desesperadamente para que el conductor de detrás no nos embistiera. Y los gritos se sucedieron;
-¡Mamá, abre la guantera y dame el chaleco, tengo que poner rápidamente los triángulos!
-Emma, ¡esto es peligrosísimo!
-Ya, dame el chaleco, que no tenemos luces de emergencia.
-No salgas por tu puerta, los coches van embalados. Nos van a matar.
-¡Mamá, no me des tantos ánimos!
El sonido atronador de los coches pasando a nuestro alrededor era horrible. Salí como pude, abrí el maletero, saqué los triángulos y los puse temiendo por mi vida.
-Mamá, déjame le móvil para llamar al seguro. Ay, no escucho nada.
-Voy a llamar a la policía.
-Espera que llame al seguro.
-No, Emma, que los coches no nos ven y nos van a matar.
-Ahora mismo te vas con los niños y cogéis un taxi.
-Emma, tú estás tonta, no podemos salir del coche. Nos atropellan seguro.
-Ay, es verdad, mierda, mierda.
Un loco metido en un Mercedes se acercó hacia nosotros embalado.
-Emma, por Dios, mira ese loco, ay, que nos embiste.
Paró antes, a dos metros del coche, y atropelló uno de los triángulos. Los niños nos miraban aterrorizados desde el asiento de atrás.
-Buenos tardes, por favor les llamo porque necesitamos que algún agente venga a socorrernos. Estamos en mitad del túnel de Cuatro Caminos, se nos ha roto el coche, no tenemos batería, ni ningún dispositivo de luz para indicar nuestro estado de emergencia, han estado a punto de colisionar contra nosotros varios coches... Por favor, que acuda alguien hasta que aparezca la grúa -explicó mi madre al telefonista del 112.
Desesperada salí del coche con mi chaleco fosforito, me coloqué pegada al maletero y, ejerciendo de guardia de tráfico, empecé a indicar a los coches que cambiaran de carril para que no nos atropellaran. Al cabo de diez minutos vislumbramos las luces azules de la policía.
-Buenos días, señora. ¿Qué le ha ocurrido?
Expliqué rápidamente todas nuestras desgracias.
-Esté tranquila, esperaremos hasta que venga la grúa.
Los coches al ver la policía disminuyeron la velocidad, pero el peligro seguía latente. A los dos minutos el policía volvió a nuestro coche.
-Esta situación es peligrosísima, su automóvil está detrás de la curva y los coches casi no nos ven. Hay que salir de aquí como sea. ¿Me puede dejar un momento su coche?
Los niños miraron atónitos como el policía se subía al coche.
-Mamá -susurró Diego- si hoy no morimos recuérdame que no salgamos ningún sábado de casa.
El policía soltó el freno de mano, dejó que el coche cayera hacia atrás y misteriosamente logró que el focus arrancara.
-Muchas gracias -expresé con lágrimas en los ojos mientras recogía el triángulo atropellado.
-Es nuestro deber, señora, les seguiremos un rato para comprobar que el coche no se para.
Subí al coche y noté como la tensión destrozaba mi cuerpo.
-Mamá no tengo fuerzas, estoy agotada.
-Yo tampoco, Emma, qué tensión, qué miedo, pero no un miedo cualquiera, te juro que he sentido miedo físico, estaba aterrorizada. Y encima los pobres niños detrás. ¡Qué pesadilla!
Por fin cambiamos la batería y, como premio por haberse portado tan bien, invité a los niños a cenar al Burguer King mientras mi madre y yo desahogábamos los nervios con una cervecita.