domingo, enero 13, 2008

Navidad perfecta, agotadora Navidad (III)

Nochevieja: Tuve suerte y la Nochevieja no me tocó en casa. El 31 me levanté relajada y sorprendida de no tener que preparar nada. Mi abuela Mary se encontraba un poco pachucha, tanto anímicamente como físicamente, así que me acerqué a casa de mi tía Paloma para desearles un feliz año y dar un beso a mi abuela (por supuesto, llevé cinco angelitos, de los míos, los divinos, para que decorasen la mesa esa noche. Soy insufrible). Al salir aproveché para darle un repaso a la Visa y volví con mis churumbeles que habían ido (ay, lo que lloró Álvaro al ver que no iba con ellos) a jugar al fútbol al Juan Carlos I -la misión ineludible de Juan Fran estas Navidades ha sido entrenar con Diego para que domine la técnica, y lo que no es técnica-. Por la tarde, una buena siesta y a las siete empecé con los actos de restauración.
A las nueve, tal y como nos habían dicho Roberto y Virginia, nos presentamos en su casa. Antes de que aparecieran el resto de invitados, dimos de cenar a los peques tras la batalla con Álvaro para que se pusiera el babero para no manchar su preciosa camisa (¡mira que es terco!).

El síndrome de la perfección nos está invadiendo a todos, bueno, más que invadir parece que estamos haciendo una competición para ver qué mesa queda más bonita y elegante. Al asomarme al salón vi lo divina que la habían puesto: mantel granate salpicado con círculos dorados, vajilla de lujo, vasos de mírame y no me toques, gordos angelitos de cerámica que indicaban dónde debía sentarse cada uno y cubertería de oro... ¡Qué lujo! "Roberto, a mí no me des una copa de las buenas, que ya sabes que yo soy súper pato", rogué estresada. Sonó el timbre y empezaron los besos y los elogios a nuestros vestidos. El aperitivo, como es tradición en la familia, voló: el foie (ojo, que lo hizo Virginia) estaba delicioso, los camarones en su punto, el jamón muy bien curado (este mérito es de otro, pero también hay que decirlo), Moët Chandon... Comíamos y bebíamos tranquilamente mientras los niños (salvo Cayetana) corrían, gritaban, subían y bajaban en el ascensor, saltaban a nuestro alrededor. Una revolución.
Antes de las once, pasamos a la mesa y degustamos más delicias: ensalada de bogavante y capón de Cascajares con puré de manzana. De postre, un refrescante sorbete de cava. "Menos diez, las doce menos diez", gritó Belén al mirar el reloj. Saltamos de las sillas, cogimos nuestras uvas y la tele nos hipnotizó. Los cuartos y: tolón, tolón... hasta doce tolones. ¡Feliz año!, exclamamos todos. Brindamos, nos besamos y los niños se abalanzaron a tirar el confeti, tocar la trompeta, colocarse los gorros, collares y antifaces. Disimulademente me colé en el baño y tiré de la cadena (es que me comentó un amigo que había que tirar de la cadena para que se fuera el viejo año, no se lo dije a nadie porque como hay mucha sequía...). En cinco minutos el salón teminó invadido de confeti y serpentinas. Pepe huyó a toda a velocidad a su fiesta (lo que tiene tener novia). Y el resto seguimos emborrachándonos -salvo Alonso, que conducía-. Esta noche no sé cuántas botellas cayeron de Moët Chandon, pero muchas porque hubo actuaciones totalmente etílicas:


A Pepe se le estropearon de golpe los dientes.


Mi madre y Javier "lucieron" sus horribles pies.


Manuela y Álvaro nos vieron en tan pésimas condiciones que se pusieron a barrer la casa.


Y asustados se escondieron en un cajón para no ver lo perjudicados que estábamos.


¡Feliz año, 2008!

Anécdota: Un eructo pertubó la cena, un gran eructo, pero no diré de que boca salió porque soy muy educada (de la mía no, que conste, je, je).

Un día en blanco



Y como es tradición: un día en la nieve. Destino: La Morcuera. Útiles: trineo, gorros, guantes, pantalones de plástico... Un día fantástico en el que lució el sol y los niños disfrutaron deslizándose por las pendientes. Luego, en Miraflores, nos regalamos un sabrosa comida. Todo perfecto.

Navidad, agotadora Navidad (II)


Varios momentos de la fiesta de Navidad. Para ver con detalle, cliquear en la imagen

Navidad: Sin saber cómo (bueno, sí, me despertó Álvaro para tomarse el biberón), a las diez de la mañana ya estaba colocando el mantel extralargo en la mesa, los platos, cubiertos... Mi padre y yo nos encargamos del sector culinario: cortar fiambre, emplatar el salmón, calentar la cebolla confitada que dejé hecha hace dos días, asar el cordero, el paté... Alonso ejerció de padre ejemplar y a las dos todos corrimos a nuestros cuartos para ponernos de gala (algo informal, claro, que es Navidad). Este año acudieron a la fiesta familiar los padres y la hermana de Virginia. Cuatro botellas de Moët-Chandon les acompañaban. Mi sonrisa se iluminó e hice un cálculo, complejo, pero lo logré: cuatro botellas por parte de la familia Calle más dos que ha traído mi madre... Hummm... Resultado: seis botellas.
Y empezó la fiesta. Javier rechazó el champán y se decantó por el tinto Matarromera. Nosotros descorchamos la primera botella de champán y el aperitivo se esfumó sin darnos cuenta, sobre todo el paté que fue visto y no visto. Antes de ir a la mesa los niños abrieron sus regalos. Álvaro se emocionó al ver el helicóptero de Playmobil (para él no son clics, son Playmobil) y Roberto, con su espíritu navideño, le montó todas las piececitas. Cayetana, mi adorada ahijada, se zurraba con las maracas multicolores; Manuela paseó por el salón a su perrito Rufus y Diego empezó a hacer figuras marciales con su muñeco de Naruto. Aprovechamos la situación y nos sentamos para tomar la ensalada de piña y el cordero con cebolla confitada. Por supuesto, cada plato tenía su divino angelito y su cartel indicativo (ay, qué petarda soy). Descorche de botellas, risas, brindis... Pasaron las horas y, poco a poco, nos fuimos relevando para ir a fumar al jardín (ideal, por cierto).
Al cabo de unas horas, llegó el momento de jugar una partidita y nos decidimos por el Rummy. El juego, como siempre, levantó ampollas y de vez en cuando se escuchó algún que otro grito -hacia mi madre, que no paraba de mover y colocar las fichas para desesperación de Pepe y mía-. Cayetana, agotada, se durmió en los brazos de Roberto y el cansancio empezó a hacer mella en todos nosotros.
A las nueve y después de que cayeran las seis botellas de champán y el litro y medio de Matarromera (¡Borrachos, que somos unos borrachos!), dimos por finalizada la fiesta de Navidad. Alonso y yo colocamos lo máximo posible, acostamos a Álvaro que se frotaba los ojos de cansancio y por fin dejamos caer nuestros cuerpos sobre el sofá. Diego, sigilosamente, se coló en el cuarto de estar y nos rogó que por esa noche le dejáramos quedarse con nosotros. Y así fue. Intenté ver la película, pero mis párpados se cerraron.

Anécdota: A las doce y media Álvaro lloró, abrí los ojos, salté del sofá, subí corriendo por la escalera y al llegar al salón noté que mi cuerpo no me respondía. Fui hacia el sofá para sentarme y... oí un grito de Alonso: ¿qué ha pasado, qué ha pasado? No sé, contesté tumbada en el suelo del salón, me he debido desmayar... Tantos nervios para lograr la perfección, tanto champán, tanta fiesta... Y mi tensión se derrumbó.

sábado, enero 12, 2008

Navidad perfecta, agotadora Navidad (I)


El caviar, el salmón, los fiambres... fueron los reclamos para sentarnos junto a la mesa. Abajo, detalle de la mesa con los divinos ángeles y, a la derecha, Emma luciendo uno de sus regalos. Para ver en detalle, cliquear sobre la imagen


El titular de estos últimos días sería: "Navidad perfecta, agotadora Navidad". Y no es que me quiera poner medallas (aunque nunca vienen mal), pero es la realidad. Sintetizaré por puntos y en cada uno de ellos destacaré la anécdota inolvidable que quedará agarrada a nuestras neuronas. Pero iré poco a poco, que hay mucho que contar.

NOCHEBUENA: Desde primera hora de la mañana me embarqué en la decoración general de la casa. Mis órdenes salían de mi boca a toda velocidad: Alonso coge a los niños y vete al parque para que no me molesten, Ana ayúdame a meter la mesa del jardín; mamá, deja de llamarme por teléfono que no me da tiempo a que esté todo listo, no, no necesito nada, gracias, bueno, trae mantequilla que se me ha olvidado; Juan Fran compra unas hamburguesas, que no tenemos nada para comer...
A las cinco de la tarde todo estaba listo: cada comensal tenía un cartel que le indicaba dónde debía sentarse, un divino angelito le sonreía desde el platito de pan (sí, mis divinos ángeles), la cubertería relucía y las velas estaban ansiosas de ser encendidas. Era el momento de mi restauración y mi baño relajante. A partir de las ocho los nervios invadieron la casa. Diego, ven que te visto. Ay, mamá, yo quiero ir de Elfo, como en la fiesta del colegio. Vale, si tú quieres, a tu hermano le pondré de pastorcito. No, mamá, gruñó Álvaro entre pucheros, yo quiero ir de Papá Noël. Ay, Álvaro, no sé dónde está el disfraz. Pues búscalo, ordenó con su vena hitleriana. Y lo busqué.
Alonso apareció súper elegante con su traje sin corbata (vaya, que ahora le ha cogido manía a la corbata). Papá Noël y el elfo estaban súper graciosos. Y yo, ¡aún estaba en ropa interior! Todos abajo, que ni siquiera me he puesto la lentillas, grité un poco atolondrada, ah, Juan Fran, enciende las velas. Misión cumplida. A los diez minutos sonó el timbre y todos estábamos divinos.
Los invitados entraron con sus mejores prendas -mi madre, mi padre, Florentina, Valeriano y Pepe (ay, qué guapo vestido de traje)- y me comieron un poco la oreja (que tampoco viene mal): ay, qué bonita está la casa, huy, qué mesa tan elegante, estáis todos guapísimos... Y esas pequeñas frases compensaron la paliza de los días anteriores.
El aperitivo voló por nuestras gargantas he hizo que casi todo el mundo rechazara la crema de marisco para dejar paso a la merluza con gulas (¡buenísima!). Luego, dulces, copazos y brindis por mi abuela y por sus añorados tangos.
Los niños revoloteaban a nuestro alrededor presos de un ataque de nervios. ¡Subimos a ver si ha venido Papa Noël!, ¡venga, daros prisa!, rogaban desesperados. No les dejamos sufrir. Subimos y (¡oh!, sorpresa) Papá Noël había venido plagado de regalos. Todos abrimos los paquetes y gozamos con nuestros "pequeños" detalles. A las dos mis suegros decidieron que era hora de dormir, mi madre aguantó hasta las tres y a mi padre le obligué a quedarse para que me ayudara a la mañana siguiente. Además, como había tirado una copa de vino (¡qué raro en mí!) en el extralargo mantel navideño que me trajo Juan Fran de Francia, tenía que esperar hasta que finalizase la lavadora. Y nada mejor que abrir otra botella de cava para mí y preparar un gin-tonic a mi padre. Alonso, horrorizado ante la perspectiva, se despidió con un buenas noches y se fue a dormir. La tertulia con mi padre duró hasta las cinco de la mañana. ¡Y al día siguiente debía preparar todo de nuevo!

Anécdota: Mi madre ha relevado a mi abuela y ahora es ella quien regala el calendario anual.