sábado, septiembre 20, 2008

Diego cumple nueve añazos



"Pareces Mejuto", comentó Roberto al verme vestida de negro y con el silbato colgado del cuello. "Muy gracioso", contesté mientras observaba como un águila desde su nido que ningún polluelo se escapara. Mi concentración era extrema. Controlar a treinta niños no es tarea fácil. El motivo de tanto infante: el cumpleaños de Diego, otro clásico de mi vida.
La noche anterior preparé 30 bolsas de chuches; por la mañana: ochenta sandwichs, patatas, palomitas, canapés para los adultos... A las cuatro el maletero del familiar rebosaba de juegos, neveras, manteles, bebidas en el carrito de la compra, tartas. ¡Un show! Por fin, llegamos con toda la tropa al Juan Carlos I. Tras zamparse la merienda y soplar las velas, empezaron los juegos: carreras de sacos, el pañuelo, tirar de la cuerda (ay, ¡qué drama, algunos se rasparon las manos!), fútbol... Y yo corriendo con mi silbato de un lado para otro.
La familia también se manifestó: mis padres, mi hermano, cuñada y sobrinas... Todo genial.
Volvimos a las nueve de la noche. Sacamos los regalos: deportivas con ruedas, un enorme futbolín; camiseta, taza, estuche y bolígrafo del Real Madrid, más ropa, más juegos y pedimos una pizza. El cansancio era insostenible.
Hoy es mi cumple (¡por fin me han regalado mi súper bici!) y me toca trabajar, así descanso.

lunes, septiembre 15, 2008

Inciso

Antes de describir mi aventura por la isla salvaje de República Dominicana, debo hacer un inciso, un pequeño apunte. Podría aguantar hasta dentro de unos días, pero no me resisto, no soy capaz.
La hazaña que voy a contar ocurrió este fin de semana y demostró que soy una santa, una santa esposa.
Relatemos. Mi Alonso, el hijo perfecto y adorado de mis suegros, se ofreció amablemente a ir a Saldaña, Segovia, a pintar la fachada de la casa que se había deteriorado tras el arreglo del tejado. Intenté disimular mi cara de asombro, porque mi Alonso tiene muchas virtudes (algunas no se pueden contar en este blog), pero en cuestiones domésticas o de manitas está un poco escaso. Además, para justificar su actitud se agarra a la siguiente frase: "yo no practico el intrusismo profesional". Es decir, que si hay que pintar la cocina se llama a un pintor, si hay que cambiar un enchufe, al electricista... La frasecita me pone de los nervios y como soy un poco hiperactiva y bastante roñosa en esas lindes ejerzo yo de pintora, electricista y lo que sea menester.
-¿Me vas a ayudar a pintar? -preguntó mi Alonso con los ojos entornados.
-No, mi amor, quiero que luzcas tu maestría delante de tus padres. Además, yo cogeré moras para hacer la mermelada (otro de mis clásicos del verano) -contesté con tono dulce.
Llegamos y mi amado marido se plantó su camiseta vieja de manga corta, un pantalón corto y sus gafas de sol.
Huy, mal empezamos, pensé, se va a poner perdido. Pero como soy una santa decidí callar para no perturbar su concentración y obvié explicarle cómo debe uno vestirse cuando se coge un pincel.
Sacó la escalera, la pintura, la brocha y...
-Ay, Emma, ¿no te importa ir a compra pintura, un rodillo y cinta de pintor? -me rogó.
Y como, repito, soy una santa me abstuve de hacer algún comentario jocoso, cogí el coche y a los niños y me fui de recadera.
Llegué con todos los bártulos. Alonso estaba escondido bajo cientos de puntos blancos (¡es que no se puso ni una gorra!) y cada brochazo era aplaudido por sus padres. De nuevo, callé.
Me senté a observar el espectáculo. Mi suegro ordenaba qué hacer, mi suegra limpiaba cada gotita que caía para que no manchara el nuevo terrazo que tanto gustaba a mi suegro, los niños intentaban ayudar a su padre y yo, para qué negarlo, me fumaba un cigarrito.
Para pintar el siguiente tramo había que mover la escalera. Misión sencilla si antes se retira el bote de pintura de cinco kilos que hay sobre ella. Observé a Alonso de reojo y casi me da un paro cardíaco. Elevó la escalera, empezó a moverla y ¡CATAPLOF, PLOF, PLOF! sonó el bote de pintura al caer desde el sexto peldaño sobre el nuevo terrazo que tanta ilusión hacía a mi suegro. Alonso se quedó paralizado, mi suegra se tiró al suelo para quitar rápidamente la enorme mancha blanca, mi suegro no daba crédito a lo que veían sus ojos, los niños aguantaban las risas y yo corrí al garaje a por la manguera.
Tras una hora dando manguerazos, limpiando con estropajos, aguarrás, mistol, nanas y todos los elementos que encontramos, logramos que el suelo no se estropeara mucho (mentira piadosa).
Me senté a tomar una coca-cola con mi pantalón lleno de puntos blancos por el estallido de la pintura contra el suelo y al notar que la mala leche me empezaba a invadir, me fui con Diego a coger moras. Volvimos y la conversación que escuché nubló mi mente.
-Pobre, Juan Fran -explicaba mi suegro-, se le ha caído la pintura por mi culpa. No le avisé de que la escalera se enganchaba mal y, claro, se ha cerrado un poco y toda la pintura se ha caído. Bueno, y menos mal que a él no le ha pasado nada, vamos, vamos...
Sus lamentos se oían por todo el jardín.
Observé el silencio de mi Alonso y lo miré con misiles en los ojos.

Yo lo vi todo. La escalera no se cerró. Fue mi marido el que la movió con el bote de pintura de cinco kilos encima para ahorrarse un movimiento y ahora calla, el muy canalla. Pero yo lo vi. Y soy una santa.

martes, septiembre 09, 2008

Caribe 1

Todo listo: maletas facturadas, niños preparados y al avión.
-Mamá, a ver si hay suerte y no nos matan -me susurra Diego.
-Hijo, tú tranquilo, seguro que no pasa nada. Normalmente los aviones no sufren accidentes.
-Ya, pero el otro día se cayó -contestó con tono triste.
Por fin el avión despegó y tomamos rumbo a República Dominicana. El trayecto de ocho horas no se hizo muy pesado. Entre las comidas, las nintendos y diversos juegos llegamos al aeropuerto de Punta Cana, un original aeropuerto con troncos de madera y tejado de hojas secas de palmera. De allí, al hotel. El cansancio era patente en los niños. Cenamos y nos fuimos a la habitación para que descansaran.
Al día siguiente comenzó la diversión. El complejo hotelero estaba compuesto por cinco hoteles que abarcaban una fantástica playa repleta de palmeras, arena fina y, por supuesto, chiringuitos para apagar la sed con mojitos, daiquiris o zumos tropicales.
Diego y Álvaro se zambulleron en la enorme piscina que rodeaba una islita con palmeras, nadaron hasta la catarata y jugaron al voleibol. Mi Alonso se repanchigó en su hamaca y suspiró "esto es vida". De fondo, salsa, vallenato y bachata. La sonrisa se me pegó a la cara y disfruté de los olores del Caribe (¡los echaba tanto de menos!). Los animadores nos tentaban con sugerentes ofertas: dardos, voleibol, acquagim... Alonso los miraba con cara de "conmigo no contéis". De pronto me levanté y me apunté a la gimnasia dentro del agua. Un macizo dominicano de tez negra y músculos incontables empezó a dirigir nuestros movimientos. Yo me concentré dentro de mi biquini (la primera vez que me pongo esta prenda, pero es que le he dado vacaciones a la vergüenza) y acaté sus órdenes. Mis hombres, tras una palmera, sufrían un ataque de risa al verme brincar. Los fusilé con la mirada, pero no se inmutaron. Tras media hora, salimos del agua y el profe macizo de tez negra y músculos incontables nos propuso bailar salsa. Esto es lo mío, pensé emocionada. Pasito a pasito moví mis lorcillas entre las palmeras y me giré dando brincos con el trasero. Entre vuelta y vuelta volví a ver a mis hombres muertos de risa. Les saqué la lengua y contoneé más mis michelines al ritmo del Caribe.
Los niños, abochornados, me arrastraron hasta la playa. Allí Diego me suplicó que montará con él en una canoa y, cómo no, me apunté. Embutí mi cuerpo en un chaleco naranja y zarpamos hacia el interior del océano. Tras hacer un poco el ridículo, logré que la canoa dejase de dar vueltas sobre sí misma y noté que mis brazos se agotaban.
-Mamá, me da un poco de miedo -dijo Diego.
-¿El qué?
-Que va a ser, los tiburones.
-Aquí no hay tiburones.
-¡Pues en las películas de piratas siempre salen!
-¿Quieres que volvamos?
-Sí.
Menos mal, pensaron mis agujetas. En la orilla nos observaba Álvaro mientras rebuscaba corales entre la arena.
Mis ánimos no decaían y otro día me apunté a los dardos. Alonso, habitual en él, me observó con cara escéptica. ¿Seguro que sabes dar en la diana?, preguntó con tono de juerga. Soy una artista, contesté con mi falta de modestia.
La diana estaba rodeada por cuatro globos. El participante que explotará alguno perdería 20 puntos. Los siete primeros jugadores acertaron en sus tiros. Llegó mi turno y "plof" un globo estalló.
-Mamá, eres muy mala -sollozó Álvaro.
-Calla, cielo, seguro que en la segunda vuelta mejoro mi puntuación.
Craso error. En el siguiente turno había que lanzar los tres dardos juntos. Los posicioné a duras penas entre mis dedos, tiré y rompí un dardo, otro cayó al suelo y el tercero casi saca un ojo a la animadora.
Volví sonriente a mi hamaca.
-¿Cómo has quedado? -preguntó Alonso con intriga.
-La segunda.
-Papá, quiere decir la penúltima -pudieron decir los niños entre carcajadas.
Los días siguieron entre palmeras, arena fina, mojitos y muchas risas.
Y aún me queda por relatar lo mejor: la excursión a isla Saona, una isla salvaje. Pero eso, lo dejo para mañana.

El vídeo, aunque hoy da problemillas... Hablaré con mi Alonso