martes, noviembre 02, 2021

Memoria gastronómica



Conozco gente que extrae de su cabeza, como si fuera la chistera de un mago que oculta una paloma blanca, jugadas futbolísticas de hace más de veinte años o te fecha con exactitud el día y año en que ocurrió cierto acontecimiento histórico o personal. Amigos que no dudan a la hora de citar la capital de un país remoto de Asia o que conocen la denominación latina de un simple gorrión.
       Cada mente posee ciertos dones que la diferencian del resto. En mi caso, puedo asegurar que la virtud de mi gran cabeza ─lo que me cuesta encontrar y que me quepa un sombrero─ es la memoria gastronómica. 
       Mi abuela nunca tuvo mano para la cocina, no le interesaba. Sin embargo, recuerdo sus filetes con patatas fritas y su tortilla de jamón serrano, y más a ella. Aún me perturba el fuerte olor a cilantro que inundaba las cocinas de los restaurantes de Ecuador, el crepitar de las brasas de las barbacoas con patatas y costillas de cordero de los veranos de mi infancia, el sabor de las paellas junto al mar Mediterráneo, las cebollas rellenas del norte de España o el olor a asado segoviano.
       Uno de los tesoros de la amistad y la familia es agasajar y sorprender a los invitados con los mejores platos culinarios: un mimo silencioso que deleita el paladar. Mi mente recuerda a la perfección ciertos manjares que me sorprendieron, esos bocados que me transportaron al paraíso. Son tantos los platos almacenados en mi memoria, tantos sabores, tantos amores, que no es posible enumerarlos: alcachofas pintadas de oro, bolas de chocolate que al derretirse mostraban un tesoro en su interior, crema con zamburiñas, manitas en salsa, salata de vinete... No siempre tienen que ser recetas complejas: ¡cómo olvidar aquellas fuentes de percebes, navajas, la tortilla de patatas o la ensalada de tomate rosa, mango y cebollino! Tantas delicias y un sueño que jamás se va a cumplir: volver a saborear el filete con patatas que preparaba mi abuela.