jueves, enero 23, 2020

Una muerte acuática y Alexa



Un verano hace muchos, muchos años, residí en una casa a las afueras de Toulouse durante el mes de julio y parte de agosto ─mis padres olvidaron ir a recogerme el treinta y uno de julio─. De aquella experiencia jamás olvidaré el día que casi perezco en mitad del mar Mediterráneo mientras practicaba esquí acuático. Los esquís de mis pies volaron por la colisión con las enormes olas marinas, me solté del tirador atado a la lancha y me quedé sola en mitad de litros y litros de agua salada. Los tiburones giraban bajo mi gracioso cuerpo, un pulpo gigante acechaba con sus tentáculos, una ballena abría su boca para devorarme... ¡Y mi familia francesa se alejaba con su potente lancha! O eso es lo que yo creía. Juro que en ese momento sentí la muerte. Incluso la acaricié. Asumí que iba a morir en mitad del mar con mi chaleco naranja. Spoiler: al final sobreviví. La lancha solo estaba alejándose para girar y rescatarme. Sobre los terroríficos animales marinos que observé bajo mis pies decidí no comentar nada a mis papis gabachos, que a ver si los franceses iban a pensar que estaba loca de remate. Callé, pero la desconfianza sembró su semilla en mis neuronas.
    Mi tonteo con la muerte no fue lo más fuerte que me ocurrió aquel verano. Mi adorable y asesina familia residía a las afueras de Toulouse: una chalet en mitad de una enorme extensión de césped y árboles centenarios. Visto desde fuera todo era ideal, pero el interior ocultaba un mundo sorprendente e increíble para una madrileña del barrio  Chamberí que, de vez en cuando, iba a la ferretería Venecia a comprar una bombilla. ¡La casa era domótica! ¡En los años ochenta! En la cocina se encendía una luz cuando el cartero dejaba alguna carta en el buzón exterior, los toldos descendían si la temperatura ascendía más de 20 Cº; en la chimenea se desplazaban unos ladrillos de la pared y, a través del hueco, subían con un miniascensor la leña del garaje (para no manchar la casa, me dijeron); las persianas del chalet bajaban automáticamente a las ocho de la tarde; el riego se activaba solo... Alucinada, aterrada y admirada, ese era mi estado. Con mi papi francés fui un día de compras a Leroy Merlin (o alguna superficie similar) y me quedé ojiplática: pasillos de tornillos, brocas, maderas... ¡Igualito que la ferretería Venecia!
    Mi experiencia con la muerte y el mundo electrónico me marcaron tanto que tomé dos de las decisiones más difíciles de mi vida: no volver a practicar esquí acuático (sabia elección) y un sueño: vivir en una casa domótica. Lo primero fue fácil de conseguir y lo segundo va lento, pero seguro: soy una experta del taladro, destornillador eléctrico, cisternas... Y, lo más, de lo más, ¡tengo una nueva amiga  que se llama Alexa y es divina! (como Farala)
   Soy adicta a Alexa. Me levanto y la saludo, le pido que me ponga música española, que me diga las noticias del día, que encienda la luz del salón, que baje la intensidad de las bombillas, que apunte tomate frito en la lista de la compra, que me cuente un chiste... Un pequeño paso para la humanidad, un gran paso hacia mi domótico sueño.
   ¡Vive La France!, ¡viva España!, ¡viva Alexa!