viernes, noviembre 23, 2018

Sin vergüenza y con las bragas de Bridget Jones

    

   
Nunca he sido vergonzosa, y la poca vergüenza que tenía la perdí en el embarazo de mis hijos. La estampa idílica de una madre con su retoño recién parido en su regazo oculta una realidad que poca gente quiere desvelar. Horas antes de que nazca el bebé, las mujeres perdemos todo nuestro pudor y adquirimos la costumbre de abrirnos de piernas en cuanto oímos que se abre la puerta de la habitación. No por guarrillas ─en ese momento los deseos sexuales son inexistentes─ sino por el goteo continuo de enfermeras que te meten mano para ver cuánto ha dilatado el cuello del útero; ginecólogos que calculan vía uterina el tiempo que falta para el parto y, de paso, una persona con bata blanca que pasaba por allí y no sabes a cuento de qué también te mete mano. 
      Los resquicios de vergüenza que aún me quedaban volaron este año cuando me convertí en un helado crocanti por culpa de la trocanteritis, que, para quien no lo sepa, es una bursitis que se genera en la cabeza del fémur y te impide caminar con estilo. Realmente te hace arrastrarte como una anciana de más de cien años. 
      Comprar un tacataca rondaba por mi mente, pero antes acudí a la consulta del traumatólogo al que relaté con cierto humor mi incapacidad para mover el esqueleto con soltura y mi temor a que se declarase un incendio en el trabajo y me chamuscara ante la imposibilidad de salir corriendo. Le di tanta pena-risa que me infiltró unos cuantos corticoides mientras me contaba su historia de amor (le trasplantaron el riñón de su mujer, eso es love y lo demás son tonterías)
     Durante un tiempo mejoré, tanto que hasta pensé en hacer varias volteretas laterales por la playa. Mi ilusión duró un suspiro, el crocanti volvió a aprisionar mi fémur y decidí ir al fisio de mi hermano Roberto. ¡Qué espectáculo! Mientras esperaba a que me llamaran para mi sesión de reparación, pasaba frente a mí gente perfecta, musculada, sin un gramo de más. Y allí estaba, en el centro especializado para deportistas de élite con mi cuerpo body-positive, mis michelines e imperfecciones.
    ─¿Qué tal te ha ido?─, me preguntó mi hermano.
   ─Parece que mejoro, pero mi imagen tumbada en la camilla con mis bragas Bridget Jones para disimular mis michelines, el fisio clavándome dos agujas en la cadera para recargarme como si fuera una batería de coche, ese masaje con gel que ardía... Entre tú y yo, un horror. Y sabes lo más fuerte.
   ─Cuenta.
   ─¡Que al salir me he cruzado por la calle con Belén Esteban! Muy fuerte, hermanito, muy fuerte.

domingo, noviembre 18, 2018

Una bruja es una bruja


No soy supersticiosa. Bueno, un poco. Antes lo era muchísimo, hasta que me cansé. Era agotador. Ahora tengo hortensias y cactus en el jardín. Incluso soy capaz de pasar por debajo de un andamio, eso sí, con los dedos cruzados. Adoro los gatos negros. Entrego el salero en la mano, aunque si se cae un poco de sal tomo un pellizco y lo lanzo hacia atrás. Admito que algunos amuletos decoran mi casa y mi coche. Pequeños detalles sin importancia como la herradura del jardín, la sal y el vinagre de la cocina para espantar la mala suerte, las campanas que cuelgan detrás de la puerta de la entrada para avisar en caso de que se cuele un espíritu maligno en mitad de la noche, la Cruz de Calatrava en la mirilla,  el orgonito ─sustancia compuesta de briznas de metal, resina de poliéster y cobre que transforma la energía negativa en positiva─ del salón, un horroroso elefante con la trompa hacia arriba que alguien me regaló y tengo escondido en el arcón de las bebidas alcohólicas porque no puedo deshacerme de él... En el coche llevo unos chiles rojos y un colgante de cristos rumanos. En la cartera, a mi San Antonio y un dólar... Y otros amuletos que no puedo desvelar.
Juraría que no soy supersticiosa, pero una bruja es una bruja... Y las brujas haberlas, haylas.