─Para pollo rico, el mío. Vamos, que otro plato puede que no, pero el pollo me sale de locura, para chuparse los dedos. El mejor.
─No exageres, Emma.
─No exagero solo digo la verdad ─contesté con mi tonito de superioridad.
─Así que tu pollo es mejor que el de Casa Mingo.
─Pues sí y si tienes dudas os invito a comer el domingo pollo en casa, en Casa Emma.
─Así será.
El gen chulesco no es exclusivo mío, es un gen de los hermanos Peña Tojo que nos lanza al abismo. Es inevitable. Si escuchamos decir a alguien que hace algo bien, automáticamente un resorte nos hace saltar y contestar: "pues yo lo hago mejor".
La presión del pollo me ha perseguido toda la semana y aunque es cierto que me sale de locura unas pequeñas dudas nacieron en mi mente que apacigüé con dosis de imaginación. El sábado personalicé unos huevos para indicar a cada comensal dónde debía sentarse, mandé a mi Alonso a comprar buen vino (con copas todo sabe mejor), me esmeré en los aperitivos... El domingo, el día de la perfección, el horno rezumaba olor a pollo asado, la mesa lucía sus mejores galas y, al final, escuché esa frase que sedujo mis oídos: "Emma, la verdad es que tu pollo está buenísimo, mejor que el de Casa Mingo", dijeron mi madre y Julián. Levanté la copa de vino, guiñé un ojo a mi Alonso, bebí y disfruté mi momento de chula madrileña.