La última tendencia en mi parque ─que no es particular, pero es muy cool y hay mucho tonto del cool─ es pagar a un entrenador personal para que te haga sufrir. El grupo de francesas, todas ideales, of course, se contonea en el "huerto", la zona más privilegiada y mejor situada. Las "six", así las llamo porque suelen ser seis y sé idiomas, van supercombinadas y su personal trainer acude con mil cachivaches deportivos para que suden la gota gorda, endurezcan los glúteos y den forma a sus caderas. A veces pienso en unirme al grupo, pero no tengo el glamour necesario. Además, mis rizos negros desentonan con sus rubias cabelleras y mi piel color gazpacho después de tanto esfuerzo asustaría a las níveas francófonas. Descartado.
La cincuentona ─mujer blanca, española y con cara de muy mala leche─ se me atragantó desde el primer día. Me recuerda tanto a la señorita Rottenmeier que me siento una Heidi desvalida ante sus gritos. Rottenmeier solo entrena a mujeres con las que camina a paso rápido alrededor del cool-parque y, aún no lo he podido confirmar, creo que oculta un látigo con el que de vez en cuando azota a las incautas que contratan sus servicios. Jamás la he visto sonreír y, lo confieso, me da mucho miedito.
Esta mañana un macizo morenazo con barba de dos días, gafas de sol polarizadas ordenaba a su súbdito 50 flexiones, 25 sentadillas y subir por las escaleras en tandas de 10. Disimuladamente he observado cómo sufría el pobre masoca: arriba, abajo, me siento, me incorporo, levanto una pata, levanto la otra... Yoda, mi dog trainer particular, movía el hocico con sorpresa e intentaba memorizar los movimientos. De pronto, átate los machos, he visto lo más de lo más, lo más cool del momento: el trainer morenazo portaba un chaleco amarillo chillón con su teléfono de entrenador personal serigrafiado. ¡Qué detallazo! Vamos, que me ha dado tanta envidia que ahora estoy tejiendo un chaleco a mi perra para que se sepa que es mi "entrenadora perruna". ¡Faltaría más!
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