─Guapa, ¿qué quieres? ─me pregunta el dependiente mientras restriega sus manos por el blanco mandil tras el mostrador brillante de aluminio.
Es la primera vez que entro en su comercio y hoy no estoy guapa. Llevo toda la mañana sin parar con mis rizos enloquecidos por el viento otoñal que amenaza con lluvia y las prisas de exprimir el tiempo en mi día de libranza.
─Vamos, cielo, que aquí sólo encontrarás cosas buenas como tú, preciosa ─insiste con su sonrisa blanco profidén.
Sólo ha dicho dos frases y ya me ha llamado guapa, cielo y preciosa. Repito, es la primera vez que entro en su tienda. No me conoce de nada y no comprendo esa familiaridad. Sé que el trabajo frente al público es complicado, asumo que hay personas que les encanta que les piropeen desconocidos, pero no es mi caso. Lo siento, en ese aspecto soy muy arisca y reconozco que me pone de los nervios la melosa falsedad.
─Quiero una merluza, sin escamas y abierta en libro.
─Ay, querida, te voy a poner la mejor.
¿Me acaba de llamar querida? No doy crédito.
─Bueno, cuéntame a quién vas a preparar esta rica merluza... ¡Lo vas a volver loco, cariño!
¿Perdón? ¿Me ha dicho cariño y ha supuesto mi condición sexual?
─Anda, bombón, ¿qué más quieres? ─me interroga guiñándome un ojo.
Observo el local en busca de alguna cámara oculta, debe ser una broma lo que me está sucediendo. ¡Hasta me ha guiñado el ojo y parece que me ha lanzado un beso al aire! Perpleja pago la merluza, tomo la bolsa de plástico sin rozar ni un dedo de su mano y me despido con un seco adiós.
─Hasta luego, cielo. Pasa un estupendo fin de semana y ya me dirás qué tal, que con el género que te llevas seguro que al final... Bueno, ya verás, corazón.
¡Y de nuevo me guiña el ojo!
Ay, merluzo, espera, espera, que tú no vuelves a ver mi pelo de gata madrileña en tu local, corazón.
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