Halloween llegó a mi vida en octubre de 2004, en una escapada de seis amigos y seis mocosos a una casa rural junto al mar embravecido en Cantabria. Ahora sólo pervive una pareja unida y varios de aquellos infantes ya han cumplido 18 años, pero aquel 31 de octubre, al caer el sol, disfrazamos a los niños y gritamos como energúmenos cuando se fue la luz y vimos fantasmas.
Lo confieso, la noche de los muertos vivientes me enamoró: primero porque soy muy facilona y me apunto a un bombardeo; segundo, porque me apasiona vestirme de bruja (y de otras cosas, pero hoy no viene a cuento); tercero, porque me encanta asustar a los incautos draculines que osan llamar a la puerta de mi casa y, por último, porque adoro reunirme con los amigos, preparar pociones mágicas y reír con los gin-tonics.
¡Viva Halloween y las brujas pirujas!
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