Últimamente estoy más silenciosa, callada, incluso apocada. Tanta corrección política me enmudece. Por ejemplo, si digo "ay, mira que eres tonto", mis hijos me acusan de ofender a los discapacitados mentales. A ver, que son expresiones adquiridas, que al decir tonto, estúpido o imbécil solo quiero manifestar inutilidad. Por dios, que en mi infancia me decían esas palabras acompañadas de una colleja y no me han creado ningún trauma.
"Es impresionante cómo corre ese negro", dije al ver la carrera de los cien metros de los Juegos Olímpicos. Tras aquel comentario me convertí en la mayor racista del universo. No sé cómo explicar que los de mi generación jugábamos a las cartas de las familias y la bantú era negra; la china, amarilla y los esquimales, marrones. ¡Pero si yo soy blanca o roja gazpacho según la estación del año! Ay, ay, ay, que se van a ofender los andaluces por llamar rojo al gazpacho...
El día que me tildaron de homófoba, flipé. En el mundo LGBT si dices maricón en un contexto gracioso, sin intención de ofender, ellos son los primeros en reír y utilizar la expresión sin complejo: "Te tengo que presentar a mi amigo, él sí que tiene pluma, el muy maricón", me han dicho más de una vez.
Y ahora, además, he de tener en cuenta el lenguaje inclusivo y mostrar tanto el género masculino como el femenino de cada palabra que diga. Vamos, hombre, lo que me faltaba. Toda la vida estudiando que el género masculino plural aúna los dos géneros y ahora he de decir amigos y amigas para que ninguna de mi especie se sienta ofendida.
¡Una mierda! Soy una tonta, blanca y hetero ─porque me gustan los tíos y soy mujer, que si me gustaran las tías diría que soy bollera aunque se ofendan los panaderos─ y si a alguien le molesta mi forma de hablar, mis risas o mis historias lo tiene muy fácil, que me abandone, que no soy rencorosa ni me voy a molestar.
¡Ay, qué suerte ser perro, gato o pájaro y poder ladrar, maullar o piar sin tener en cuenta tanta corrección política!
¡A la mierda!, como exclamó el gran Fernando Fernán Gómez.
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