Con la muerte de Chicho Ibáñez Serrador he regresado al pasado, a los años donde solo existían dos canales de televisión, y uno de ellos era más anecdótico que real. Todos los niños de aquella época compartíamos las mismas vivencias televisivas, llorábamos la desesperación de Marco por encontrar a su madre, no te vayas, mamá, no te vayas de aquí, soñábamos que el mono Amedio era nuestra mascota y se posaba en nuestro hombro; corríamos por la ladera verde de la montaña junto a Heidi, Copito y Niebla. Con la abeja Maya y su amigo Willy buscábamos miel entre las flores, saltábamos por los pétalos y huíamos de la temible araña Tecla. Orzowei fue un adelantado a su tiempo con su traje "animal print" y Pipi Calzaslargas, Pipilota para los niños soy, nos empujó a la rebeldía infantil. Las tardes eran territorio del circo de los payasos, del cómo están ustedes, Espinete, Barrio Sésamo y la diferencia entre delante y detrás. La televisión nocturna reunía a la familia alrededor del 1,2,3, responda otra vez, los amigos y residentes en Teruel y esos apartamentos en Torrevieja, Alicante. ¡Qué desilusión sufrí al descubrir que no existía la urbanización Ruperta en Torrevieja! Ay, yo que me imaginaba a todos los ganadores junto a Chicho, Mayra Gómez Kemp, Bigote Arrocet y las secretarias con sus enormes gafas chapoteando en la piscina comunitaria y gritando: ¡veintidós, veintidós, veintidós!
En verano todos lloramos la muerte de Chanquete y silbábamos la melodía de Verano azul cuando salíamos con la pandilla en bicicleta. En la preadolescencia, planeábamos mil estrategias para ocultar los dos rombos y poder ver Historias para no dormir, que nos desvelaba toda la noche, sin saber que al poco tiempo íbamos a ser colonizados por extraterrestres reptiloides que se alimentaban con ratas de cloaca y adoraban la letra V.
Un pasado televisivo que une a toda un generación.
¡Campana y se acabó!
Voy a morir. Aun así, cuerpo presente, la muerte es el menor de mis males. Lo dramático, absurdo y surrealista es la situación que me rodea. Mi ser yace en el pico de una montaña y es imposible que una ambulancia pueda acudir hasta aquí para socorrerme. Tal vez, con suerte, un helicóptero surque el cielo, descienda una camilla y traslade mi cadáver hasta el tanatorio.
Mi drama comenzó a primera hora de la mañana, cuando partí con mi Alonso y Yoda ─mi pequeña schnauzer─ hacia San Mamés, un pequeño pueblo de la provincia de Madrid. Desde allí, anduvimos hacia la montaña, recorrimos la senda que transita por el pinar, trepamos hasta la cima y observamos saltar el agua desde el pico de la montaña formando una chorrera de 30 metros de altura. El paraíso terrenal a un paso del Embalse de Riosequillo, en Buitrago de Lozoya.
Un paisaje idílico, arriba el agua, al fondo el pinar... Y de pronto mi mundo empezó a girar con virulencia: el suelo se movía, me sentía como una peonza que no para de voltear, giros, vueltas... Psicodelia en mi cabeza.
─Alonso, sujétame que me voy a desmayar.
A mi alrededor todo se desplazaba a velocidad vertiginosa. Cerré los ojos, el mareo revolvió mi estómago. Lo supe, iba a morir. "No, aquí no", rogaba desesperada. "¡Cómo voy a fallecer en el pico de una montaña! No puede ser que mi vida sea un show hasta el final".
─¿Cómo estás?
─Muy mal ─contesté con los ojos cerrados pero con la sensación de estar en una noria descontrolada que no para de girar. Le quería decir que me iba a morir, que llamara al 112 para que movilizaran un helicóptero y a los efectivos sanitarios, pero para qué asustarle. Antes muerta que negativa.
He pasado tres cuartos de hora tumbada en unas rocas de granito, abro los ojos, la sensación de movimiento se ha ralentizado. La muerte se aleja como el agua por el riachuelo. Sigo viva. Menos mal. ¡Que suspendan el helicóptero!
Diagnóstico
"Has sufrido un vértigo postural paroxístico benigno idiopático ─determinó al cabo de unos días la otorrina─. Además de la sensación de vértigo y mareo, mucha gente piensa que va a morir."
¡A mí me lo vas a contar!
La chorrera de San Mamés