En los tórridos veranos turolenses de mi infancia, en un pequeño pueblo que no existe en el mapa pero que bebiendo vino lo conoce hasta el Papa, la música sonaba sin parar desde el radiocasete enchufado en una de las columnas blancas de gotelé que sostenían el tejadillo de la única zona de sombra del huerto ─allí no existían los chalets o las fincas, todo eran huertos─. Entre chapuzón y chapuzón en la piscina pintada de azul celeste con una escalera de hierro blanca, me estresé al no saber "quién es él, en qué lugar se enamoró de ti". Tampoco adiviné quién "se marchó, y a su barco le llamó Libertad". Perales sonaba en bucle desde el aperitivo hasta la cena. Luego llegó Rocío Jurado con esas olas arrebatadoras que primero enamoraban de fuego y de caricias, y al final "como una ola, se fue tu amor, como una ola". Una infancia muy sufrida entre el amor y el desamor. Por no hablar de Pimpinela y su "por eso vete, olvida mi nombre, mi cara, mi casa y pega la vuelta". En la juventud abandoné el sufrimiento y deseé el clásico "tractor amarillo, que es lo que se lleva ahora", intentaba no arrimarme a la pared "que te vas a llenar de cal, de cal, de cal" y empecé a beber cervezas para entender el significado de esa "agüita amarilla, cálida y tibia". Por la mañana, al despertar, miraba al cielo con la esperanza de adivinar esas "cien gaviotas, ¿dónde irán?".
José Luis Perales ha anunciando su última gira y así, sin quererlo ni desearlo, me ha entrado un golpe de nostalgia porque "¿qué pasará mañana cuándo te hayas ido?, ¿a quién podré contarle que te siento lejos?"
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