miércoles, febrero 14, 2024

Pedradas de amor o desamor



Dicen que un diamante es para siempre, que no lo pongo en duda, pero en mi caso poseer uno de ellos sería un auténtico estrés. Solo imaginarme la escena me genera taquicardias: dos de la mañana -después de una cena con más de un vino e incluso algún que otro gin tonic-, retiro la cadena con el valioso colgante de mi cuello y contemplo como, oh, Dios mío, por qué soy tan patosa, el diamante rueda por el lavabo, se cuela por el desagüe y desaparece por la tubería hasta llegar a la sucia alcantarilla y, al cabo de unos días, lucir en el cuello de alguna rata de cloaca. Así que por mi salud mental siempre lo he dejado muy claro: no quiero diamantes. Eso sí, la bisutería me enloquece: pendientes, collares, pulseras... Que sí, que soy muy gitana. Tal vez sea por la influencia de mis rizos negros. Un pelo tan rizado que ni siquiera habría llamado la atención de Julio Romero de Torres, que pintó a la mujer morena. 
    Aunque no tenga diamantes, tengo muchas pedradas. Pedradas de las de verdad, porque si hay algo que me enloquece son las piedras. Cuando paseo por la playa o junto a la ribera del río no busco caracolas o conchas. No, mi fijación son las piedras. Observo cada guijarro, pedrusco o roca hasta que siento la llamada del amor (a veces me encanta ser una cursi). En casa, con mis pinturas y rotuladores indelebles, descifro su secreto oculto: un fondo marino, unos corazones rebosantes de 'love', mi nombre o, más bien, el nombre de mis amigos porque no regalaré diamantes, pero sí muchas piedras, que para mí tienen más valor.
¡Felices pedradas!  

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