La mañana parecía tranquila, aunque los nervios estaban en el estómago. A las once disputábamos la competición de natación. Alonso, mientras yo preparaba a los niños, aprovechó para pasear a Kaos, comprar el periódico y el pan. Volvió y rápidamente nos fuimos a la piscina. Tras un leve calentamiento, empezó la carrera de Álvaro. Con sus pequeñas brazadas alcanzó su meta y consiguió su merecida medalla entre los gritos de su familia (abuela, padres y hermano). Después Diego, raudo, con estilo atlético y a la velocidad del viento, llegó el tercero. ¡Segunda medalla!, vociferamos histéricos. Por último, la carrera de madres e hijos. Y allí me planté. Miré alrededor y observé el panorama. A mi derecha, un padre de dos metros, cuerpo de modelo, gafas ultramodernas de agua y bañador marca paquete; en la siguiente calle, madre esbelta con bañador de diseño... Decidí no analizar el resto de las calles. Me miré y observé mis lorcillas embutidas en mi bañador de flores. Mal empezamos, pensé. Otee a Diego en el otro extremo de la piscina y decidí que por lo menos lo iba a intentar, orgullo de madre. ¡Preparados!, gritó un monitor y pitido. Me tiré cual loca de cabeza (¡menos mal que no di un planchazo!) y empecé a mover mis brazos frenéticamente. Llegué al extremo contrario. ¡Jo, mamá has sido la última!, oí, entre sofoco y sofoco, decir a Diego al tomar el revelo. Intentó superar las insuficiencias de su madre, pero (¡oh, qué pena!) no logramos medalla. Mi derrota fue humillante: mis hijos lucían sus medallas y yo nada de nada.
Al entrar al periódico asumí mi derrota y me puse a trabajar. De pronto, un mensaje de Juan Fran: "Emma, esta mañana al ir a comprar el pan se me ha olvidado el perro". ¡¡¡Quéee!!!, grité en mitad de la redacción. Le llamé y oí sus lamentos:
-Pues no sé que me ha pasado. A la una he llegado a casa y Ana (la cuidadora de los niños) me ha dicho que no encontraba a Kaos, que estaba preocupada por si nos lo habían robado y que además se lo habían llevado con la cadena. De pronto me di cuenta. Salí escopetado y vi que el perro seguía atado en la papelera que está fuera de la panadería.
-¡Tres horas! Eres la leche... -bufé.
-Bueno, Emma, no te pongas así, a ti se te cayó en Semana Santa del maletero...
-Yo te mato.
-Vale, pero no se lo cuentes a nadie...
-Ni lo sueñes, con la paliza que me has dado con lo del maletero... Será mi venganza.
Después de trabajar mis horas reglamentarias volví a Guadarrama. La puerta no sonó al entrar, rodeé el jardín y decidí dar una sorpresa a mis niños. Al llegar a la cocina me paré y escuché la conversación de mi "amado" Alonso con sus hijos:
-¡Chicos, apagad la tele, que como os vea vuestra madre se me cae el pelo!
-Alonso, yo te mato- grité desde la cocina -primero el perro y ahora esto...
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