martes, septiembre 09, 2008

Caribe 1

Todo listo: maletas facturadas, niños preparados y al avión.
-Mamá, a ver si hay suerte y no nos matan -me susurra Diego.
-Hijo, tú tranquilo, seguro que no pasa nada. Normalmente los aviones no sufren accidentes.
-Ya, pero el otro día se cayó -contestó con tono triste.
Por fin el avión despegó y tomamos rumbo a República Dominicana. El trayecto de ocho horas no se hizo muy pesado. Entre las comidas, las nintendos y diversos juegos llegamos al aeropuerto de Punta Cana, un original aeropuerto con troncos de madera y tejado de hojas secas de palmera. De allí, al hotel. El cansancio era patente en los niños. Cenamos y nos fuimos a la habitación para que descansaran.
Al día siguiente comenzó la diversión. El complejo hotelero estaba compuesto por cinco hoteles que abarcaban una fantástica playa repleta de palmeras, arena fina y, por supuesto, chiringuitos para apagar la sed con mojitos, daiquiris o zumos tropicales.
Diego y Álvaro se zambulleron en la enorme piscina que rodeaba una islita con palmeras, nadaron hasta la catarata y jugaron al voleibol. Mi Alonso se repanchigó en su hamaca y suspiró "esto es vida". De fondo, salsa, vallenato y bachata. La sonrisa se me pegó a la cara y disfruté de los olores del Caribe (¡los echaba tanto de menos!). Los animadores nos tentaban con sugerentes ofertas: dardos, voleibol, acquagim... Alonso los miraba con cara de "conmigo no contéis". De pronto me levanté y me apunté a la gimnasia dentro del agua. Un macizo dominicano de tez negra y músculos incontables empezó a dirigir nuestros movimientos. Yo me concentré dentro de mi biquini (la primera vez que me pongo esta prenda, pero es que le he dado vacaciones a la vergüenza) y acaté sus órdenes. Mis hombres, tras una palmera, sufrían un ataque de risa al verme brincar. Los fusilé con la mirada, pero no se inmutaron. Tras media hora, salimos del agua y el profe macizo de tez negra y músculos incontables nos propuso bailar salsa. Esto es lo mío, pensé emocionada. Pasito a pasito moví mis lorcillas entre las palmeras y me giré dando brincos con el trasero. Entre vuelta y vuelta volví a ver a mis hombres muertos de risa. Les saqué la lengua y contoneé más mis michelines al ritmo del Caribe.
Los niños, abochornados, me arrastraron hasta la playa. Allí Diego me suplicó que montará con él en una canoa y, cómo no, me apunté. Embutí mi cuerpo en un chaleco naranja y zarpamos hacia el interior del océano. Tras hacer un poco el ridículo, logré que la canoa dejase de dar vueltas sobre sí misma y noté que mis brazos se agotaban.
-Mamá, me da un poco de miedo -dijo Diego.
-¿El qué?
-Que va a ser, los tiburones.
-Aquí no hay tiburones.
-¡Pues en las películas de piratas siempre salen!
-¿Quieres que volvamos?
-Sí.
Menos mal, pensaron mis agujetas. En la orilla nos observaba Álvaro mientras rebuscaba corales entre la arena.
Mis ánimos no decaían y otro día me apunté a los dardos. Alonso, habitual en él, me observó con cara escéptica. ¿Seguro que sabes dar en la diana?, preguntó con tono de juerga. Soy una artista, contesté con mi falta de modestia.
La diana estaba rodeada por cuatro globos. El participante que explotará alguno perdería 20 puntos. Los siete primeros jugadores acertaron en sus tiros. Llegó mi turno y "plof" un globo estalló.
-Mamá, eres muy mala -sollozó Álvaro.
-Calla, cielo, seguro que en la segunda vuelta mejoro mi puntuación.
Craso error. En el siguiente turno había que lanzar los tres dardos juntos. Los posicioné a duras penas entre mis dedos, tiré y rompí un dardo, otro cayó al suelo y el tercero casi saca un ojo a la animadora.
Volví sonriente a mi hamaca.
-¿Cómo has quedado? -preguntó Alonso con intriga.
-La segunda.
-Papá, quiere decir la penúltima -pudieron decir los niños entre carcajadas.
Los días siguieron entre palmeras, arena fina, mojitos y muchas risas.
Y aún me queda por relatar lo mejor: la excursión a isla Saona, una isla salvaje. Pero eso, lo dejo para mañana.

El vídeo, aunque hoy da problemillas... Hablaré con mi Alonso

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