La una de la mañana, el pitido de un coche aturde la noche. Insiste, insiste y me desespera. Me asomo al ventanal del salón y me sorprende el sonido de una explosión. Troto escaleras arriba a la habitación de los niños para ver qué ha ocurrido. Alonso se despierta y me mira con ojos de interrogación.
─¡Ha estallado un coche!─ grito.
En la calle, las llamas iluminan la noche. Llamo al 112.
─¿Dígame?
─Buenas noches, en la esquina de la calle A y B hay un coche en llamas.
─Nos acaban de informar y hemos dado aviso a los bomberos. ¿Podría decirme si hay alguien dentro del vehículo?
─Creo que no, pero tampoco se lo puedo asegurar...
Sirenas de bomberos, policía, reunión vecinal en pijama y camisón, conjeturas y, cómo no, mucho cotilleo sin resolver: ¿de quién es ese auto?, ¿a mí no me suena?, ¿habrá sido un cortocircuito?, ¡qué rápido han venido los bomberos!... Hasta que poco a poco cada mochuelo volvió a su olivo y la anécdota se asentó en nuestros pensamientos.
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