miércoles, agosto 05, 2015

Mal de amor

Hay amores que empiezan con mal pie (literal) y el nuestro fue así desde el principio. Nunca surgió el desamor porque nunca hubo amor entre nosotros: solo una compleja relación para mantener el equilibrio y pisar con garbo.
Cuando era joven me ruborizaba de vergüenza si alguien veía mis horrorosos pinreles que, por obra y gracia de la genética, heredaron los antiestéticos juanetes de mi abuela. Hiciera frío o calor, los ocultaba dentro de calcetines multicolores para que nadie contemplara su fealdad.
Con poco más de veinte años me operé del pie izquierdo y me convertí en el sueño erótico de los filibusteros del mar del Norte por la enorme cicatriz que rasga mi piel desde el tobillo hasta los dedos. En el interior, un tornillo sujeta mi hueso, pero es tan aburrido que ni siquiera pita cuando paso por los arcos de seguridad en los aeropuertos. Una desilusión.
Las técnicas de cirugía mejoraron y la operación del pie derecho no dejó ninguna marca sobre mi piel. Una desilusión para los piratas.
Una mañana noté la pena de mis pies. Se sentían solos, odiados, sin amor. Los miré con ternura, les pinté las uñas y asumí que eran míos, que los tenía que cuidar, enseñar y amar.
Este verano el pie derecho y su esguince se han convertido en los protagonistas de mis vacaciones y, aunque lo sufra, no paramos de conocer fisioterapeutas, darnos baños en el agua, pasear por la playa y beber tintos de verano. Mis pies y yo, un auténtico amor, aunque duela.

La juerga del verano: mi pie, mi esguince y yo

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