Tengo que aguantar, lo sé, no puedo huir como una cobarde, debo resistir la tentación de apretar el timbre de seguridad para que me saquen de este ataúd de plástico. Siempre he parecido una mujer fuerte, pero no lo soy. Me estoy muriendo. Mi dedo tiembla sobre el timbre, las ganas de salir me dominan. Me pongo a contar vacas, que es más divertido que las ovejas. Una, dos, tres, cuatro... En mi mente se repiten las palabras del simpático hombre que me ha metido en el atáud: "Nena, tú tranquila, confía en mí, te voy a vigilar en todo momento, no estarás sola". Claro, él no me conoce y no sabe que jamás pondría la mano en el fuego por alguien porque amo cada extremidad de mi cuerpo y, como decía el doctor House, todo el mundo miente.
Los cascos que protegen mis oídos amortiguan el sonido exterior. No me puedo mover. En teoría me está vigilando el técnico de la máquina de la resonancia magnética, pero ¿y si le da un paro cardíaco y cae desplomado sobre el suelo?, ¿y si hay un corte de luz y me olvidan en este triste nicho?, ¿y si cae un meteorito en el hospital?... Voy a contar más vacas. Cinco, seis, siete... Lo sé, puedo apretar el botón de emergencia, pero aquí todo el mundo me conoce, debo parecer fuerte. Si sobrevivo a este entierro en vida modificaré mi testamento para que quede constancia notarial de que el día que fallezca deseo que me incineren, como un buen solomillo, vuelta y vuelta. Me niego a que me entierren, no vaya a ser que resucite. Me falta el aire, me va a dar un ataque de asma y no puedo darme un chute de ventolín. Ocho, nueve, diez... Aún recuerdo cuando entré en la pirámides de Keops, salí congestionada, ahogada, estresada. Tras aquella experiencia me negué a practicar submarinismo o espeleología. Y ahora estoy aquí, enterrada en vida en un ataúd monitorizado. Once, doce, trece... ¡Hasta las vacas se están revolucionando!
El sonido cesa, alguien entra en la habitación, aprieta un botón, la camilla me desplaza hasta el exterior, he resucitado. "Nena, ¿verdad que no ha sido para tanto?", me pregunta sonriente el hombre al que he confiado mi vida durante veinte minutos. "No, no ha sido para tanto", miento como todo el mundo y siento que los nervios agónicos han despertado mi latente herpes labial. Por fin, vivita y coleando, abandono el tubo de la resonancia magnética, a la ganadería de vacas imaginarias y al amable técnico que me ha enterrado en vida, pero bajo una estricta supervisión.
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