En la última repisa de la estantería del pasillo de mi casa descansa una carpeta marrón. En el lomo, una pegatina con una sola palabra: Títulos. Y en el interior adormecen los diplomas que acreditan mis estudios. No pienso presumir de ellos, a nadie le interesan. Aunque puedo asegurar que cuando firmé el contrato con mi empresa tuve que presentar numerosos documentos oficiales que demostraban mi formación.
Los escándalos que salpican en este momento la vida pública española ante la falsedad en la obtención de másteres, carreras universitarias y demás titulaciones me tiene perpleja. ¿Cómo es posible que los partidos políticos no verifiquen los currículums de sus representantes? ¿Acaso nadie recuerda el caso Roldán, director de la Guardia Civil durante el gobierno socialista de 1986 a 1993, que aseguraba ser ingeniero industrial (falso de toda falsedad)? ¿Cómo a partir de aquel suceso no se instauró una política de comprobación académica?
Todo es sorprendente. Aunque es más vergonzoso que algunos políticos (izquierda, derecha, centro, radical de izquierdas o de derechas) tengan la desfachatez de mentir en sus curriculums. La ética y la honestidad son valores que deben primar en cualquier persona, y si además has sido elegido por los ciudadanos, con más motivo.
Menos titulitis y más honestidad, por favor.
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