Ante este panorama, anoche me puse una copita (o dos) de Ribera de Duero y me planté frente al televisor. Más que escuchar, analicé las formas y empecé a aconsejar a los candidatos como si fueran mis hijos. Sí, hablaba con ellos aun sabiendo que no me podían oír, como una loca que reprocha a sus fantasmas por la calle.
A Pedro le regañé muchísimo: no mirar a los ojos de tu interlocutor es de muy mala educación. Señor Sánchez, eso no se hace. En la mirada reside la fuerza. Jamás hay que esconderla, y menos subrayando de manera compulsiva los papeles ocultos del atril.
De Santi Abascal me sorprendió su confianza en sí mismo, su imagen de moderno al aparecer sin corbata cuando su discurso es más acorde con los pijos pera de mocasines. Él, al igual que Pablo Iglesias, sí que miró a los ojos.
Confieso que me encanta el bolso Mary Poppins de Albert Rivera. Ayer nos deleitó con el juego piedra (adoquín), papel (listados de concesiones del PP y PSOE) y... Ay, nos faltó la tijera, una pena. En cambio, su actuación fue más moderada, menos histriónica que en el anterior debate.
Pablo Casado fue firme e insistente con sus preguntas a Sánchez, el presidente en funciones, que no contestó a ninguna ni le miró a los ojos. Sin embargo, Casado sí respondió cuando le recordaron los casos de corrupción de su partido.
La estética de Pablo Iglesias nunca me ha gustado, pero debo reconocer que este formato de debate lo domina a la perfección con su diálogo ágil y sin bombardeo de cifras.
Solo hubo un momento espontáneo: la discusión dialéctica entre Iglesias-Abascal, un poco de frescura que se agradece dentro de un formato encorsetado que, en muchas ocasiones, aburre hasta el infinito y más allá.
Lo más triste: después de más tres horas de debate aún no sé a quién votar.
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