miércoles, marzo 26, 2008

Semana Santa 2008. Animales I

Tras mucho desearlo, llegó la Semana Santa. No es que tuviera ganas de ir de procesiones, lo que quería era disfrutar de mis ansiadas vacaciones. Por fin, el viernes salí del periódico y sonreí al saber que iba a estar nueve días sin volver por allí.
El sábado cargamos los dos coches como los gitanos rumanos: bicicletas, monopatines, maletas, thermomix, deberes de Diego... Y nos fuimos a Guadarrama. La llegada fue dura. El recuerdo de mi abuela rondaba en cada esquina de la casa y las lágrimas florecían desconsoladamente. Saqué fuerzas y pensé que ella sería feliz al ver cómo disfrutábamos de su adorado pueblo, Guadarrama.
Tras deshacer y colocar todos los bártulos llegaron mi hermano con toda su tropa, mi madre, Pepe y Kaos y rememoramos nuestro clásicos: paseo guadarrameño y visita a la vaca Avelina (vaca rubia y gorda de grandes pitones). La sorpresa nos la dio la vaca Avelina, había tenido una ternerita que rápidamente Diego la bautizó como la vaca Margarita.
Esa noche se quedaron en casa mi madre y Kaos. Jugamos nuestra habitual partida de Rummy, alquilamos unas pelis, comimos unas dietéticas torrijas y el lunes sólo quedamos en casa los niños, Kaos (que me lo adjudicaron toda la Semana Santa) y yo.
Los peques me rogaron que quedáramos con sus amigos Alejandro y Cristina. Hablé con Ángeles, la madre de las criaturas, y planeamos subir al pantano a dar un paseo. El sol dominaba el cielo y el aire serrano era un placer. Los cuatro niños correteaban, Kaos me imploraba con sus ojos tristes que le quitara la cadena y Ángeles y yo cotorreábamos tranquilamente.

De pronto, una imagen bucólica apareció ante nosotros: dos graciosos burros trotaban alegremente entre los pinos.
-Ay, qué monos -exclamé con tono urbanito.
-Sí, qué graciosos -gritaron los cuatro niños a la vez.
De repente apareció otro burro, y otro, y otro... ¡Nueve burros salvajes! Y, ay, Dios mío, los nueve burros empezaron a galopar hacia nosotros.
-Mamá, que vienen los burros -sollozó Álvaro.
-Tranquilos, chicos, que los burros no hacen nada -grité mientras les animaba a correr detrás mío.
Ángeles y yo cruzamos nuestras miradas de pánico.
-Hacia el coche -dijo Ángeles.

Y allí corrimos todos (y digo todos, porque los burros venían detrás nuestro). Al cabo de unos cuantos metros, no sé cómo ni por qué, los burros pararon. Nosotros, en silencio, muy despacio, esquivamos sus largas orejas y sigilosamente, escondiéndonos entre los pinos, pudimos llegar a nuestro riachuelo, pusimos a Kaos de vigía y reímos por la aventura.



-Ay, Emma, a ti siempre te ocurren unas cosas rarísimas -comentó esa noche mi Alonso.

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