Intentar rozar la perfección es agotador. Son las cuatro y media de la tarde y ya tengo todo listo para esta noche, Nochebuena (9 personas), y para mañana (14 personas), Navidad. Mi estrés prenavideño me ha obligado a abandonar el blog y demás actividades. Porque la perfección requiere su tiempo, su mimo. A ver, a qué humano inteligente se le ocurre decorar la casa con angelitos súper elaborados (y divinos, para qué negarlo) en vez de ir a una tienda y comprarlos; a quién se le ocurre hacer tarjetitas personalizadas para cada comensal informando sobre dónde debe sentarse y cuál es el menú que va a degustar; comprar más de 30 detallitos para todo el mundo en vez de instaurar el amigo invisible... Exacto, a la petarda de Emma. ¿Y quién lo sufre?: mi Alonso, que ajeno a esta vorágine flipa con cada cosa que hago. Él se duerme tranquilamente, cuando se despierta ve que la casa esta plagada de angelitos (divinos, repito) y atónito me pregunta que cuándo los he hecho. Antes de contestarle le imploro como una niña pequeña que elogie mis artes y me pongo súper pesada: ¿te gustan?, a que son súper monos, fíjate en el detalle de las alas... Y él que me aguanta desde hace años, asiente, elogia con serenidad y me fulmina con la mirada. Pero Emma, ¿cuándo los has hecho?. Uff, pues anoche. Y se puede saber a qué hora te dormiste. Sobre las cuatro y media, mentí para no decir las cinco y media. Tú estás loca, remata la conversación mirando los angelotes y esperando que ellos asientan.
Es un drama que nadie te entienda y, además, aguantar el cansancio para no deslucir la perfección. Ay, como siga así me voy a tener que tomar un lexatín. Me voy a cortar el fiambre, preparar la tabla de quesos, darme un baño relajante, realizar la restauración de mi rostro, alisarme el pelo, vestir a los niños y, cómo no, gritar un poco a mi Alonso que aún no ha puesto la mesa y está durmiendo la siesta.
¡Felices fiestas! y que no falte un brindis por mi abuela.
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