Mis suegros celebrando su amor en sus bodas de oro |
La primera vez que le vi me esperaba junto a su mujer sobre la escalera de granito del restaurante "La Casa Grande". De aquella cena recuerdo su pelo blanco, la sonrisa continua en su boca y su carácter afable y cariñoso. Al cabo de unos meses, su estatus se elevó hasta la categoría de suegro, un miembro más de mi caótica familia.
Poco a poco descubrí a un gran segoviano inseparable de su gran amor, Florentina. Estuvieron más de cincuenta años juntos, vivieron grandes y tristes momentos, discutieron como hacen todas las parejas que se aman y, sobre todo, él acató cada orden que ella decía porque "en esta casa manda la jefa".
El día que nació Diego, su tercer nieto, le tomó asustado entre sus brazos, le acarició con sus grandes manos y rodaron por sus mejillas lágrimas de alegría. A los cuatro años llegó Álvaro y de nuevo retiró sin pudor las emotivas gotas saladas que surcaban su piel. Disfrutó con sus nietos pequeños jugando ─más bien, dejándose ganar─ al tute, al parchís o al bingo. Los llevó al parque, los cuidó por la noche para que nosotros pudiéramos salir y en Saldaña los vigilaba constantemente para que no se cayeran de la bici y se rozaran las rodillas. Incluso cuando le decíamos que no hacía falta que estuviera pendiente de ellos, él salía furtivamente por la puerta de atrás con su gorro de paja para protegerse del sol y verificaba que sus pequeños estaban sanos y salvos. Su vida estaba plagada de pequeñas manías. Una tarde se mareó después de comer jamón serrano y nunca más volvió a probarlo. Lo mismo le ocurrió con la sandía. Aunque el día que se mareó en la iglesia percibí una sonrisa pícara y delatora en su cara o puede que solo fueran imaginaciones mías.
De joven, la guerra sesgó sus aspiraciones y le impidió realizar los estudios que deseaba. Pese a todo y con mucha fuerza de voluntad no paró de aprender. No había día que no leyera el ABC y rellenó cientos de cuadernos con sus escritos y pensamientos. "Ay, cuando muera no sé qué vais a hacer con todos mis papeles", reía mientras sujetaba la patilla pegada con un trozo de esparadrapo de sus gafas. "¡Que no me voy a comprar otras gafas, que con estas veo perfectamente!", refunfuñaba cada vez que le regañábamos. La "jefa" asentía consciente de que era imposible convencerle.
Si algo adoraba en su vida era celebrar las fiestas con un cordero asado de Corral, un vino tinto ("yo nunca bebo, pero por un día") y una tarta bien dulce. Al final, como siempre, el brindis. "Que lo repitamos el año que viene y que todos lo veamos".
Hace dos años y medio el cerebro le jugó una mala pasada. Un ictus le robó sus ideas, su alegría, sus fuerzas y lo secuestró dentro de su propio cuerpo. El final ha sido muy duro. Demasiado sufrimiento para alguien tan bueno. Ha llegado el momento de despedirse, de borrar de la mente su última etapa y recordar su robusto cuerpo que albergaba pasión, alegría y, sobre todo, a un gran hombre, marido, padre y abuelo.
Adiós, Valeriano, querido suegro.