jueves, enero 11, 2018

Por decreto, los viejos tienen que ser delgados


Hoy no voy a ser considerada, ni voy a contener mis palabras porque estoy indignada. Tan enfadadísima que creo que me ha salido una nueva pata de gallo y veinte canas más en mi rizada cabellera. Nadie se imagina el susto que me llevado esta mañana al leer en el periódico que "la Junta de Andalucía prohíbe los dulces de más de 200 kilocalorías en colegios y asilos".
     ¡Esto se nos va de las manos! Entiendo que a los niños pequeños se les regule la ingesta de dulces, ¡pero dejen tranquilos a los ancianos! Estoy tan aterrada que quiero dejar constancia de que si llego a vieja ─ni anciana ni mujer mayor, que las brujas sólo pueden ser viejas─, seré una vieja refunfuñona, no tendré pelos en la lengua, me reiré a carcajadas y comeré lo que me dé la gana.  
     Admito que a mí los dulces me la refanfinflan, pero me encantaría acabar mis días de vieja bruja rodeada de vicios, buen vino, caprichos gourmets e hipnotizada por el humo de los cigarrillos (si llego a los ochenta vuelvo a fumar como una loca). Incluso puede que después de bailar un chachachá en el salón del jubilado me tome una pedacito de tarta de manzana y un puñado de golosinas, dulcitares y regalices rojos. 
     A ver, que la vida son dos días, que mi abuela con casi 98 años se toma cada día varios vasitos de vino rosado, que manda huevos que la administración controlé hasta los dulces de los pobres viejos. Por favor, con la liberación estética que es plantarte en los ochenta y perderte en el desenfreno. ¡A la mierda la dieta! ¡A la mierda la operación bikini y que vivan los michelines! 
Hala, lo dicho, que a mí no me lleven a Andalucía.

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