Gracietas de Roberto
Basadas en mi deseo de tener un tercer hijo.
–Hola, Emma, ¿qué tal? –pregunta Roberto según descuelgo el teléfono.
–Todo bien. Acabo de acostar a los niños y voy a ver mi serie. –explico mientras me preparo mi coca-cola light.
–¿Y Juan Fran?
–Está de viaje.
Escucho sus risas a través del auricular.
–¿De que te ríes?
–De tu marido.
–¿Por?
–Porque con tal de no echar un “kiki” contigo es capaz de irse al fin del mundo.
–Roberto, eres gilipollas. –grito colgando el teléfono.
Gracietas de mi madre (la gallina)
Mi amada madre se acuesta como los niños y se levanta como las gallinas. Yo, en cambio, no me duermo antes de las dos de la mañana, me despierto a las ocho y media entre semana y aprovecho el fin de semana para alargar mi estancia en la cama. Pero ella no lo entiende.
Sábado, 8, 30 de la mañana.
–Hola, Emma, ¿qué haces? –pregunta mi madre como si fueran las doce del mediodía.
–Pues hasta hace dos segundos dormir.
–Huy, perdona, pensé que ya estarías despierta –escucho que dice mientras cuelgo el teléfono.
Después de muchos cabreos, tomé una drástica solución: los viernes y sábados desconecto a las dos de la mañana todos los teléfonos de casa y el móvil para que mi madre no perturbe mis sueños. Ella, indignada, me deja mensajes en el contestador: “Emma, ¡me tienes harta! Esta manía tuya de no contestar al teléfono es enfermiza. Bueno, si te da la gana me llamas y hablamos.”
Gracietas de Diego y Álvaro.
Todas las tardes a las cinco y diez les llamo al móvil de Ana para que me cuenten qué tal les ha ido en el colegio. Transcribo la conversación absurda de cada día.
–Hola, Diego, ¿qué tal en el cole? –preguntó con tono de madre ejemplar.
–Bien –contesta como un autómata.
–¿Qué has hecho hoy?
–Pues ya sabes.
–Diego, si lo supiera no te lo preguntaría.
–Pues ya sabes, lo de siempre.
–Anda, pásame a tu hermano… –suplico desesperada.
–Hola, mamá –dice Álvaro.
–¿Qué tal, cielo?
–Bien.
–¿Qué has hecho hoy en el cole?
–Pedos y cacas.
Sin comentarios, amados hijos, sin comentarios.
Gracietas de mi marido
Mi adorado marido tiene pocas manías, pero hay una que me supera: odia los relojes. Así que vivimos en un mundo atemporal y para saber qué hora es me tengo que recorrer media casa en busca del móvil o de uno de los dos relojes que he logrado colar sin su consentimiento.
A diario conecta el despertador del móvil para despertarse. A las ocho y veinte suena, pero como durante la noche todos los miembros de la familia bailamos de cama en cama –si nos asesinan los del CSI se volverían locos intentando determinar por qué Juan Fran está en la cama de Diego, Diego en la de Álvaro, Álvaro en la mía…– y él nunca deja el móvil en el mismo lugar, brinco como una loca en busca del puñetero móvil que no sé apagar y que me encabrona todas las santas mañanas.
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