Sábado 26 de julio. Abandono la piscina con envidia malsana. Allí se quedan mis alonsos, mi madre y los amigos que han venido de Pamplona. ¡Qué rabia que tengas que ir a trabajar!, comenta Luisa. La miro con cara de tristeza y les dejo sobre sus toallas. El cansancio me arrastra hasta el coche. Aún tengo que recorrer 50 kilómetros y no puedo con mi alma. ¿Por qué será?, me pregunto mientras avanzo por la carretera de la Coruña. De pronto, las neuronas realizan un repaso de mis últimos quince días. Agotadores y fantásticos.
CRUCERO DE LUJO
A las seis de la mañana caían nuestra legañas por el suelo del aeropuerto, tomamos el avión rumbo a Londres y, una vez allí, un autobús nos dejó en Dover. En el puerto, el "Splendor", el gran barco de cruceros que se iba a inaugurar. Tras presentar los pasaportes, descubrimos su interior. Mis ojos giraban de un extremo a otro para no perder detalle: decoración con dominio absoluto del rosa, casino con luces multicolor y ambiente de Las Vegas, bares y restaurantes en cada esquina, galería de arte, discoteca, teatro... Un mundo en un barco. Subimos a la suite, en la planta del spa: una amplia habitación con vistas al mar, puro lujo. Para relajarnos fuimos al spa para dejar nuestro cuerpo flotar entre las burbujas y sorprenderme al ver desde el cristal a unos cuantos haciendo deporte en el gimnasio, sudando la gota gorda (¡qué horteras, con lo bien que estarían en el spa!, pensé mientras mis músculos asentían desde su descanso). Luego, sauna húmeda, sauna seca y un poco de relax sobre una tumbona de gresite caliente desde donde admiramos como el barco surcaba el mar. ¡Qué maravilla, Alonso!, suspiraba entre descanso y descanso.
Tras el paseo por la cubierta plagada de piscinas con hidromasajes, piscinas infantiles con toboganes, golf, cancha de baloncesto..., bajamos a tomar un daiquiri, de fresa para mí y de mango para mi Alonso. Sin saber por qué la gente desapareció. ¿Qué ha pasado?, preguntó Alonso. Ni idea. Nos levantamos, cogimos el daiquiri y decidimos resolver el misterio. En la escalera descubrimos a todo el mundo bajando velozmente con el salvavidas puesto sobre sus hombros. Alonso corrió tras ellos con su daiquiri. ¡Cielo, espera, que tenemos que subir a por nuestro salvavidas! Una vez que nos lo pusimos y dejamos el daiquiri, bajamos a la planta cuarta donde nos explicaron qué hacer en caso de naufragio -de fondo sonaban los violines del Titanic-. Repuestos del susto, nos preparamos para la cena casual (que es menos arreglado que una cena informal, pero con mucho estilo). Cenamos de maravilla, tomamos unas cuantas copas y mojitos y nos fuimos a descansar.
A la mañana siguiente el barco nos dejó en Amsterdam, mi gran sueño. Anduvimos todo el día por el barrio rojo, entre los canales, fuimos al beaterio, comimos en una terracita "ideal" junto a un canal y seguimos caminando y caminando entre las bicis de los holandeses, las petunias que colgaban de cada pequeña ventana y los adoquines de las aceras. Mis pies me pedían descanso, pero una ciudad tan bonita no se puede dejar escapar.
Llegamos al barco agotados, media horita de spa y nos preparamos para la cena informal (que hay que ir más vestido que para una casual). En el piano-bar nos tomamos una copa, vimos, muy sorprendidos, como la gente jugaba frenéticamente en el casino y decidimos descansar. El sábado, día de navegación, el relax fue absoluto: spa, compras en las tiendas del barco para mis peques, daiquiris... Por la noche, espectáculo en el teatro -un musical impresionante estilo Broadway- y cena de gala. Nos pusimos súper elegantes (¡para qué negarlo!, Alonso de traje y yo con mi vestido de Nochevieja y mi chal negro ribeteado de visón) y cenamos como reyes: ensalada de cangrejo, langosta, tartas variadas y, como no, vino, champán... Purito lujo. En la cubierta, la gente veía en una pantalla gigante Spiderman, por la planta de los bares y restaurantes, los americanos se agolpaban junto a una imagen de la escalera del Titanic para que un fotógrafo profesional les plasmara con sus vestidos de gala simulando ser Leonardo DiCaprio, las bolitas no paraban de girar en la ruleta y las luces de la tragaperras se encendían y apagaban frenéticamente... Un mundo de fantasía que jamás había conocido.
El último día, Londres. Anduvimos como locos para aprovechar el poco tiempo que nos quedaba antes de partir de nuevo hacia Madrid, abrazar a Álvaro y esperar hasta el martes que volvía Diego de su campamento.
EL HIJO PRÓDIGO
El martes, el gran día, me desperté con los nervios agarrados al estómago. ¡Por fin vuelve mi hijo!, suspiraba al estilo madre coraje. Y mi niño llegó, guapísimo, morenísimo, sucio y precioso. Le abracé como si llevara un año sin verle, me abrazó, le besé con esos besos de viejecita de pueblo que suenan mucho, me besó y me relató todas sus hazañas. Mamá, te he traído un regalo, espera que te la doy. Abrió su mochila y me dio una pulsera preciosa que nunca me quito. A su padre, una reproducción del Acueducto con el cartelito de "Recuerdo de Segovia". Seguro que a Papá le encanta, como es segoviano, me razonó feliz. Y a su hermano, un camión y una moto. Durante todo el día no paró de contar sus historias, de abrazarnos y de dejarse mimar. Ahora soy feliz.
P.D. El fin de semana en Barcelona lo dejo para la próxima entrega, en la que pienso incluir las fotos del crucero. Ya he trabajado bastante para ser sábado...
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