Otro viernes sin trabajar y con mil cosas que hacer: comprar los zapatos de Diego, la corbata de mi amado Alonso, una ampolla revitalizante para intentar mejorar para mañana, día del bautizo de mi ahijada Cayetana, mi desastrosa cara; enmarcar el regalo de Roberto … Los nervios me lanzan a la calle y poco a poco voy resolviendo mis problemillas.
Por la tarde voy a recoger a los niños al cole.
–Mamá, ¿me puedo ir a casa de Alejandro? –preguntó Diego según salió de clase.
–No, Diego, hoy vamos a la piscina. Además, Daniel se viene con nosotros. ¿Te parece bien? –expliqué mientras les daba la merienda.
–Está bien, mamá.
Llegué a la piscina con las tres fierecillas –Diego, Daniel y Álvaro– y Ana se acercó para ayudarme. Cuando empezaron a chapotear en el agua, respiré tranquila y al cabo de quince minutos aproveché el momento de calma para fumarme un cigarro. Después de dos caladas, lo apagué a toda velocidad. Chus, la monitora de Álvaro, me llamaba a través de la cristalera. Corrí por la piscina.
–Tranquila, Emma, es que Álvaro ha devuelto la merienda encima de otra niña y será mejor que deje de nadar.
Arropé a mi niño, lo duché y retiré su devuelto.
–Cielo, vamos al vestuario para vestirte, campeón –le dije.
–No, mamá, yo quiero volver a nadar.
Por suerte, en ese momento empezaron a salir el resto de sus compañeros de la piscina y Álvaro desistió en su intento.
Mi ataque de nervios sucedió al volver a casa. Las fierecillas iban sentadas en el asiento de atrás con sus cinturones. Llegué a casa y me puse aparcar. Los niños aprovecharon las maniobras para desabrochar los cinturones y asomarse por la ventanilla. Mis gritos se empezaron a oír por todo el vecindario. José Luis, mi vecino, apareció en escena. Me decía algo pero no le escuchaba. Así que tiré del freno de mano y salí para hablar con él.
–José Luis, qué me decías. –pregunté con intriga.
–Nada, te estaba diciendo que… Dios mío, Emma, que tu coche se está yendo para atrás.
Miré aterrada y vi como el coche se desplazaba con los tres niños metidos dentro.
José Luis empezó a sujetar el coche por detrás, yo me colé por la puerta e intenté tirar más del freno de mano, pero no tenía fuerzas. Sentí como el Focus se chocaba con el coche de detrás, el de José Luis; los niños gritaban; yo, atacada, puse mi mano sobre un pedal. Mierda, éste es el embrague. Por fin, presioné con mi mano el pedal del freno y el vehículo se paró.
–Niños, salid del coche –grité como una loca.
Y por una vez me hicieron caso a la primera. Como una contorsionista, me introduje en el coche mientras mi mano seguía presionando el pedal del freno y logré tirar un poco más del freno de mano.
Al bajar contemplé el desastre. El coche de José Luis estaba subido a la acera y mi coche lo presionaba con fuerza.
–Ay, perdona, ay, ay –sollocé mientras otra vez más me metía en el coche, arrancaba, lo aparcaba y tiraba con una fuerza sobrehumana del freno de mano.
Salí acalorada y avergonzada por el espectáculo. Los niños aplaudían por la aventura y José Luis comprobaba si había daños en su coche.
–Tranquila, Emma, no le has hecho nada al vehículo –comentó José Luis sacando las llaves de su coche para bajarlo de la acera y aparcarlo correctamente.
Entre con mis fierecillas a casa, les lancé al jardín y refresqué mi disgusto con una coca-cola light.
"¡Y cómo se lo cuento a Alonso!, ¡me va a matar!", pensé entre sorbo y sorbo.
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