lunes, marzo 26, 2007

Descanso dominical

–¿Qué tal el fin de semana? ¿Has descansado? –me pregunta una compañera al ver como me dejo caer sobre mi silla.
–Sí, no ha estado mal –contesto como una autómata.
Pero ahora que lo pienso, miento vilmente.
El viernes, gracias a mi adorado y amado jefe, no trabajé. Así que exprimí los minutos para hacer mil cosas y a última hora fui a recoger a los niños al cole. Tocaba piscina y se vino con nosotros Daniel. Tras los chapuzones llegaron los juegos en casa, la cena, las palomitas… Y a las nueve y media recogieron a Daniel. Me senté para descansar y Juan Fran me miró un poco perplejo.
–Emma, ¿no tenías hoy cena con tus amigas? –preguntó con intriga.
–Anda, se me había olvidado...
Salté del sofá, redecoré con poco estilo mi cara y me lancé al coche. La cita era en un restaurante griego en la calle Orense. Llegué veinte minutos tarde, pero llegué. La cena transcurrió con nuestras risas y críticas habituales. Una vez pagada la cuenta (invitamos a Blanca porque el jueves es su cumpleaños), salimos a la calle en busca de un local para tomar una copa. La oferta era de lo más variopinta: “Sensaciones”, antro sexual al que declinamos entrar, otro bar de nombre desconocido por cuya cristalera observamos a cuatro tipos con cara de salidos y, por supuesto, también nos negamos a beber allí el gin tonic… Después de veinte minutos calle arriba y calle abajo, descubrimos el típico bareto de barrio. Inspeccionamos desde fuera y Blanca nos animó:
–Aquí parece que hay gente normal. Venga, vamos dentro.
El espectáculo era “súper normal”: un perro pastor alemán daba vueltas por el local. De vez en cuando, abría la puerta y salía al jardín a hacer sus necesidades junto a unos tipos que como mínimo se estaban metiendo una raya. El dueño del perro, un alcohólico, le azuzaba para que ladrara y escuchásemos sus ladridos de fondo. En la barra, destacaba un sucio moderno con el pelo grasiento, un mendigo (por lo menos tenía esa apariencia) que se acercó varias veces a nuestra mesa para retirar las botellas de tónica, y, entre medias, algún que otro pijo.
Entre los veinte minutos paseando, las copas y el local “normal” no pudimos contener la risa histérica. Y he de confesar que al final le cogimos cariño al bareto de barrio.
El sábado nos plantamos a comer en casa de mi hermano Roberto, que decidió no complicarse la vida y traer unos pollos de “Casa Mingo”. Manuela, aprovechando que su padre no estaba, se tropezó con un escalón y se magulló toda la cara. Hecho que aprovechó mi hermano para gritarnos y espetar a Virginia que era una mala madre y yo una mala tía (¡lo que hay que oír!).
A las cinco los niños salieron con diversos juguetes con ruedas a la calle: triciclos, coches, andadores… y compitieron como locos lanzándose por el asfalto desierto de coches.
Volvimos con nuestras fierecillas. Esa noche Isabel y Carlos habían organizado una fiesta por su reciente boda. Así que en cuanto aparecieron mis suegros por casa me metí en el baño para redecorarme de nuevo. Y esta vez sí que conseguí ponerme divina (¡ay, qué modesta soy!), aunque mi Alonso refunfuñaba porque no podría ver el partido de España-Dinamarca (¡cuánto sufres, amor!).
Sebastián, agotado tras su viaje por EEUU, y Sandra pasaron a buscarnos a las nueve y cuarto. El Tom-tom (el Gps) se emocionó cuando nos vio entrar y no paró de hablar durante todo el camino. Lo mejor es que Sebastián no le hacía mucho caso y el pobre tom-tom no hacía más que reconfigurar el camino para llegar al lugar de destino y aguantó la tentación tecnológica de insultarnos.
La fiesta era en el Suite Café. Allí nos esperaban Paloma y Raúl. Por una vez, he de decir que el regalo le encantó a Isabel (en la despedida de soltera le llevamos a un espectáculo de magia y le horrorizó), así que respiramos tranquilos y empezamos a zampar los canapés del cóctel y a beber las cervezas y las copas.
El domingo, por suerte, mis suegros se llevaron a los niños por la mañana al parque y aprovechamos para batallar contra la leve resaca con unas cuantas horas más de sueño. Y por la tarde, nuestro tradicional paseo con niños, patines y merienda por la vía peatonal cercana al colegio.
Hoy he vuelto a trabajar, me he conectado los cascos y cuando nadie me ve cierro los ojos e intento recuperar energías. Pero vamos, el fin de semana ha sido tranquilo.

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