Antes de describir mi aventura por la isla salvaje de República Dominicana, debo hacer un inciso, un pequeño apunte. Podría aguantar hasta dentro de unos días, pero no me resisto, no soy capaz.
La hazaña que voy a contar ocurrió este fin de semana y demostró que soy una santa, una santa esposa.
Relatemos. Mi Alonso, el hijo perfecto y adorado de mis suegros, se ofreció amablemente a ir a Saldaña, Segovia, a pintar la fachada de la casa que se había deteriorado tras el arreglo del tejado. Intenté disimular mi cara de asombro, porque mi Alonso tiene muchas virtudes (algunas no se pueden contar en este blog), pero en cuestiones domésticas o de manitas está un poco escaso. Además, para justificar su actitud se agarra a la siguiente frase: "yo no practico el intrusismo profesional". Es decir, que si hay que pintar la cocina se llama a un pintor, si hay que cambiar un enchufe, al electricista... La frasecita me pone de los nervios y como soy un poco hiperactiva y bastante roñosa en esas lindes ejerzo yo de
pintora,
electricista y lo que sea menester.
-¿Me vas a ayudar a pintar? -preguntó mi Alonso con los ojos entornados.
-No, mi amor, quiero que luzcas tu maestría delante de tus padres. Además, yo cogeré moras para hacer la mermelada
(otro de mis clásicos del verano) -contesté con tono dulce.
Llegamos y mi amado marido se plantó su camiseta vieja de manga corta, un pantalón corto y sus gafas de sol.
Huy, mal empezamos, pensé,
se va a poner perdido. Pero como soy una santa decidí callar para no perturbar su concentración y obvié explicarle cómo debe uno
vestirse cuando se coge un pincel.
Sacó la escalera, la pintura, la brocha y...
-Ay, Emma, ¿no te importa ir a compra pintura, un rodillo y cinta de pintor? -me rogó.
Y como, repito, soy una santa me abstuve de hacer algún comentario jocoso, cogí el coche y a los niños y me fui de recadera.
Llegué con todos los bártulos. Alonso estaba escondido bajo cientos de puntos blancos (¡es que no se puso ni una gorra!) y cada brochazo era aplaudido por sus padres. De nuevo, callé.
Me senté a observar el espectáculo. Mi suegro ordenaba qué hacer, mi suegra limpiaba cada gotita que caía para que no manchara el nuevo terrazo que tanto gustaba a mi suegro, los niños intentaban ayudar a su padre y yo, para qué negarlo, me fumaba un cigarrito.
Para pintar el siguiente tramo había que mover la escalera. Misión sencilla si antes se retira el bote de pintura de cinco kilos que hay sobre ella. Observé a Alonso de reojo y casi me da un paro cardíaco. Elevó la escalera, empezó a moverla y
¡CATAPLOF, PLOF, PLOF! sonó el bote de pintura al caer desde el sexto peldaño sobre el nuevo terrazo que tanta ilusión hacía a mi suegro. Alonso se quedó paralizado, mi suegra se tiró al suelo para quitar rápidamente la enorme mancha blanca, mi suegro no daba crédito a lo que veían sus ojos, los niños aguantaban las risas y yo corrí al garaje a por la manguera.
Tras una hora dando manguerazos, limpiando con estropajos, aguarrás, mistol, nanas y todos los elementos que encontramos, logramos que el suelo no se estropeara mucho
(mentira piadosa).
Me senté a tomar una coca-cola con mi pantalón lleno de puntos blancos por el estallido de la pintura contra el suelo y al notar que la mala leche me empezaba a invadir, me fui con Diego a coger moras. Volvimos y la conversación que escuché nubló mi mente.
-Pobre, Juan Fran -explicaba mi suegro-, se le ha caído la pintura por mi culpa. No le avisé de que la escalera se enganchaba mal y, claro, se ha cerrado un poco y toda la pintura se ha caído. Bueno, y menos mal que a él no le ha pasado nada, vamos, vamos...
Sus lamentos se oían por todo el jardín.
Observé el silencio de mi Alonso y lo miré con misiles en los ojos.
Yo lo vi todo. La escalera no se cerró. Fue mi marido el que la movió con el bote de pintura de cinco kilos encima para ahorrarse un movimiento y ahora calla, el muy canalla. Pero yo lo vi. Y soy una santa.