viernes, abril 25, 2008

Obra final

A las doce de la noche decidí rematar la cocina. La cuestión no era fácil. Mi largo pelo (por la mañana me lo alisé para estar aún más guapa, si cabe) lucía su brillo esplendoroso. El bote de pintura blanca me observaba con pasión y detecté como sus minúsculas gotas blancas se organizaban para saltar en cuanto pudieran a mi melena. No lo vais a conseguir, pensé. Me recogí el pelo y lo sujeté con una pinza, después me tapé con un pañuelo de pirata, pero la protección no era total. ¿Qué hago?, pregunté a mi materia gris. Tras dos minutos de razonamientos lógicos e ilógicos hallé la solución: una bolsa de carrefour. La coloqué sobre mi cabeza y la até a la nuca. Mi imagen, para qué negarlo, era horrorosa y antilibidinosa. Por Dios, recé, que no se levante Alonso y que el vecino de en frente no se asome a la ventana. Mis plegarias fueron oídas.
El protector del techo que me recomendó el profesional de la tienda de pinturas (a este ritmo nos vamos a hacer íntimos) ya se había secado (Emma, 24 horas, no lo olvides) y empecé a pintar el techo. Los músculos del brazo se empezaron a quejar. Chicos, hay que aguantar, ordenó mi cabeza embutida en la bolsa de Carrefour. Una vez rematado el techo (¡lo que me costó!), apliqué la segunda capa naranja de la pared de la cocina. Al final, quité todos los plásticos y papeles protectores y observé mi obra de arte. ¡Qué artista!
Agotada y sin fuerzas, me liberé de mi bolsa de Carrefour. El sudor me había rizado el pelo y el brillo había desaparecido pero, qué ilusión, no me había caído ni una gota blanca de pintura. El reloj marcaba las cinco de la mañana y las ojeras me suplicaban que me durmiera, que descansara, que repusiera energías...

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