La preocupación y el drama han invadido mi vida (fiu, fiu, no es la crisis, que para eso ya habrá tiempo). Unos ruiditos por el techo falso del salón perturban la "calma" casera. ¿Será de nuevo un ratón?, ¿pensará colarse otra vez en la campana de la cocina?, ¿cómo podemos exterminarlo?... El cansancio no me concedía respuestas a mis grandes preguntas así que opté por comprar veneno cuando Ana detectó por dónde pasaba el pequeño roedor. La espera de los efectos asesinos se hizo esperar. La presa no caía en la trampa y los sonidos perturbadores martilleaban mis tímpanos.
Una noche admiré como Lucas, nuestro gran felino, observaba con detenimiento el lugar de la cocina donde había depositado el veneno. A la hora de la comida relaté el hecho a mi Alonso y miré con ojos tiernos a Lucas esperando que actuara en breve. Alonso, que cuando le hablo de mis neuras desconecta, bajó a dormirse una siestecita.
-¡¡¡¡Juan Fran!!! -gritó Ana.
Alonso se levantó somnoliento, corrió por las escaleras rebotando por las paredes y llegó a la cocina.
-¡¡El ratón!!, ¡¡ahí está el ratón!! -seguía gritando Ana.
Lucas, el gran felino, miraba con expectación.
Alonso se agachó y con una escoba logró sacar al roedor, al mini-roedor (un ratoncito de campo que no medía más de cinco centímetros).
-¡¡¡Ataca, Lucas, ataca!!! -aullé en mitad de mi histeria mientras intentaba hacer una foto (misión imposible por mi estado neurótico).
Y el gran felino, impasible al ademán, ni se inmutó.
-¡Que lo tienes detrás! -le expliqué como si me fuera a entender.
De pronto se percató del ratón, le lanzó la zarpa, lo cogió con su boca y se fue corriendo al jardín.
Ay, pobre ratoncito y menuda "fiera de felino" tenemos en casa...
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