La diversión de los niños estuvo asegurada: castillos hinchables, magia, discoteca...
Una copa de champán descansa sobre mi mano, aguanto la tentación de fumar y observo un instante de felicidad. En el jardín preside un castillo hinchable y preciosos centros de flores decoran las mesas redondas. Las nubes grisáceas bailan sobre el césped y amenazan con leves gotas de agua. En el interior, los globos alegran cada rincón escondido, los camareros se deshacen por llegar con sus bandejas a cada comensal y las risas alegran la tarde. Los niños han desaparecido tras un mago que los tiene hipnotizados. Respiro feliz. El protagonista de la fiesta, Rodrigo, luce con arte su vestido de cristianar -prenda ancestral con la que se ha bautizado a toda la familia: desde mi padre hasta mis hijos o sobrinos, ¡incluso yo cupe allí hace casi cuarenta años!-. La ceremonia en la iglesia, plagada de guiños cariñosos, nos emocionó.
El pequeño judoka
Un sorbo me transporta a primera hora de la mañana, a la exhibición de judo de Álvaro, a sus golpes y llaves sobre el tatami. Pura ilusión. Luego, la locura: correr a cambiar una camisa de Diego, descubrir que a Álvaro le quedan grandes los zapatos para el bautizo (¡No le digas a nadie que llevas algodón en la punta!, le supliqué al hallar la solución), ir a la peluquería para adecentar mis pelos alocados... De pronto, como en el cuento de la Cenicienta, todo parecía perfecto. Los niños guapísimos, Alonso seductor...
Sin comentario, je, je
¡Emma, te vas a emborrachar!, me susurra Alonso antes de dar el siguiente sorbo. Sí, tiene razón, pero un día es un día y contemplar allí a toda la familia, las sonrisas, la alegría... Sí, merecemos una celebración por todo lo alto y más cuando la fiesta es absolutamente perfeta.
¡Chin, chin, familia!
¡Chin, chin, amigos!
¡Chin, chin, Rodrigo!
¡Chin, chin, familia!
¡Chin, chin, amigos!
¡Chin, chin, Rodrigo!
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