58, mis piernas tiemblan; 59, no siento los brazos; 60 largos, me ahogo. Paro, retiro las gafas pegadas a mis ojos y contengo mi respiración. De un brinco salgo de la piscina pletórica por haber nadado 1.500 m. Tanta emoción me arrastra hasta el "vaso sensorial". Cierro los párpados, floto sobre el agua densa y la música oriental me traslada a un estado de relajación total.
En el trabajo nada me estresa. Todo apunta a que el día va a ser perfecto pero la realidad me apuñala en un probador. En las perchas cuelgan tres preciosos vestidos. El espejo refleja mi cuerpo. Empieza la tortura: acoplar mis excesos. En el primer vestido, mis lorzas se marcan al estilo michelín; en el segundo, las tetas se desbordan y el tercero no pasa del cuello. Mi relajación oriental es devorada por un ataque de ira incontrolable. Tras admitir que al bautizo de mi sobrino Rodrigo iré gorda ("juro por Dios que a la boda de septiembre iré delgada"), preguntó a la dependienta si sabe dónde hay una tienda de sacos de patatas. Ella, divina, anoréxica, me mira con cara de compasión y gira negativamente la cabeza. Tanta ansiedad me desquicia. Entro en una tienda y me compro unos cuantos caprichos: un anillo, unas pulseras, horquillas, unos zapatos... Accesorios varios a los que no les afecta el aumento de peso. Un chute de ventolín logra contener mi asma nerviosa. Las preguntas se amontonan: ¿por qué mis lorzas me quieren tanto?, ¿por qué no adelgazo con todo el ejercicio que practico últimamente?... No sé, tal vez debiera volver a fumar... No, no lo haré, resitiré, aguantaré, sufriré y, cómo no, llamaré a mi gordóloga... ¡¡Y yo que pensaba que el día iba a ser perfecto!!
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