Todavía me tiembla el cuerpo. El susto de esta tarde me ha dejado baldada, sin energías. Dejaré la intriga para otro día y os relataré mi terrorífica historia detalle a detalle.
El paseo de la tarde es otro de nuestro clásicos de verano. Diego arranca con su bici, Alonso es arrastrado por Kaos y yo empujo la silla de Álvaro. El trayecto es de unos cuatro o cinco kilómetros por parajes guadarrameños que varían según la estación del año. Abandonamos la civilización y nos perdemos entre distintos árboles, admiramos vacas, caballos y gozamos respirando aire puro.
Diego avanza a gran velocidad y al cabo de unos segundos retrocede para que veamos dónde está. Sin embargo, esta tarde pasaba el tiempo y Diego no aparecía.
-¿Emma, se puede saber dónde está Diego?- preguntó Juan Fran con preocupación en la cara.
-No sé, tal vez haya hecho la gracia del otro día y nos esté esperando en el río. Me va a oír. Después del castigo de la semana pasada no creo que se atreva a repetir la idea- contesté mientras acelerábamos el paso.
A mitad de camino, un chico se cruzó por el camino.
-Hola. Por favor, me puedes decir si has visto delante a un niño en bicicleta.- interrogué con premura.
-Sí, he visto a un niño que iba con otro chico más mayor.
Mi corazón comenzó a palpitar con más fuerza y agilizamos aún más el paso.
Llegamos hasta el río (parada habitual) y Diego no estaba allí.
-Yo le mato- bufaba Juan Fran.
-Desde luego, se va a enterar. Que se olvide de la bici, de la tele...- apoyé a mi marido.
La preocupación iba en aumento y nuestras mentes imaginaban auténticas pesadillas.
Desesperada empecé a gritar. "¡¡¡Diego!!!, ¡¡¡Diego!!!" y Álvaro me imitaba asustado "¡¡¡Yeye, Yeye!!!". Pero Diego no aparecía.
Sofocados llegamos al pueblo, los gritos aumentaron y la desesperación se multiplicó.
Corrimos hacía casa para comprobar si estaba allí y, en caso contrario, movilizar a todo el vecindario.
Al girar por nuestra calle, un coche de policía nos estaba esperando. Las palpitaciones desbocaron mi corazón y las lágrimas se desbordaron.
-Buenas tardes. Estén tranquilos. El niño está bien- comentó uno de los policías al ver nuestras caras desencajadas.
-¿Qué ha pasado?- preguntó Juan Fran.
-El pequeño se ha perdido y estaba llorando cerca del vivero. Una señora le ha visto y nos ha llamado para que acudiésemos a socorrerle.
Entré como una loca en casa y abracé a mi hijo que no paraba de llorar y temblar por el miedo que había pasado.
-Mamá, lo siento. He subido hasta una rotonda y al bajar ya no estábais. Qué miedo he pasado. Perdóname. Además, lo peor, es que estaba anocheciendo y pensé que me iba a quedar sin vosotros.
Alonso, tras dar sus datos a la policía, se acercó a abrazar a Diego.
-Cielo, nunca más te vuelvas a separar de nosotros. No te puedes imaginar el susto que nos ha dado.- susurró a su oído.
-No, papá.- contestó entre pucheros- Nunca más. Ha sido el peor día de mi vida.
Después de una hora, controlamos las lágrimas y la angustia. Pedimos unas pizzas y vimos una película con los retoños. Antes de dormir, Diego, que era el protagonista del día, se acercó emocionado.
-¡Se me ha caído un diente!- gritó alborozado y con un sonrisa desdentada de oreja a oreja.- ¡Seguro que después del susto de hoy, el ratón Pérez me trae un súper regalo!
Alonso sonrió, acostó a los niños y abrió una botella de vino para apagar nuestros nervios.
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