Lo reconozco, soy una maniática y no lo puedo evitar. Si invito a alguien a cenar me agobio porque quiero que todo esté perfecto: el menú, la casa, la mesa, los vinos… En fin, que me lleva su tiempo. El viernes venían a cenar Blanca y Mayte. Desde primera hora de la mañana comencé a elaborar los distintos majares. A las tres todo estaba listo, así que me dediqué a mis churumbeles: les fui a buscar al colegio, Diego invitó a su amigo Alejandro, luego, baños y cena. A las nueve y cuarto comencé la operación sueño.
–¡Aúpa, mamá, aúpa! –suplicó Álvaro. Le cogí emocionada y entristecida al ver lo mayor que se estaba haciendo y le dejé jugar un rato en la cama mientras repasaba con Diego las tablas de multiplicar.
–Venga, ahora a dormir. –le dije a Diego dándole un beso.
Cuando fui a arropar a Álvaro, grité.
–Álvaro, ¿qué has hecho? –chillé bastante histérica.
–Un dibujo. –contestó con su sonrisa que me desmorona.
–¿Un dibujo? ¡Pero si has pintarrajeado toda la pared! Anda, dame el lápiz y duérmete inmediatamente. Mañana intentaré borrarlo.
Llegaron las invitadas con una preciosa flor de pascua y Diego aprovechó para escaparse de su habitación, estar un poco con nosotras y ejercer de camarero eventual (¡sin contrato!, pura explotación infantil).
La noche discurrió entre risas, bromas, alguna que otra crítica y muy buen humor. A las tres, cuando me fui a dormir, pensé: “Mañana Diego no va a la piscina”. Sin embargo, como desde las ocho y media saltaban por mi cama, me levanté, vestí a los peques y a las diez Diego nadaba con gran estilo.
La tarde lluviosa amenazaba tensiones entre los hermanos. La solución estaba clara: ir al cine a ver “Colegas en el bosque” y darnos una vueltecita por Madrid para ver las luces de Navidad.
El domingo (cumpleaños de Álvaro, 3), esperamos con impaciencia la invasión familiar.
Mi abuela, mi madre y Pepe se apuntaron a la comida (se equivocaron, la paella que hice fue desastrosa) y, por la tarde, vinieron a tirarle de las orejas Roberto, Virginia y Manuela. Más risas y comida.
Álvaro se acostó emocionado por todos sus regalos: una mega moto, una grúa con coches, un kit de tatuaje, un autobús para aprender los números…
Por la noche llegó mi amado esposo.
–¿Qué tal, cielo? –preguntó mientras me agasajaba con tres botellas de champán (¡del bueno!) y un precioso mantel de Navidad.
–Como todos los domingos, agotada. ¿Y tú?, ¿qué tal tu viaje?
–Muy bonito, ahora te cuento, voy a dar un beso a los peques y a tirar a Álvaro de las orejas.
–Vale, cariño, pero como los despiertes, te mato, cielo.
martes, noviembre 28, 2006
jueves, noviembre 23, 2006
Divagaciones de una madre
Alonso vuelve a estar de viaje. Ahora está recorriendo la zona del champagne (Francia). Y pienso, "¿no sería mejor que hubiera ido yo que soy una experta conocedora de esas sabrosas burbujas alcohólicas?". En fin, está visto que no se valoran mis conocimientos.
Barajaba yo estos pensamientos metafísicos cuando me he percatado de que el lunes Álvaro tendría que llevar al cole su tarta y sus bolsas de chuches para celebrarlo con sus compañeros de cole, ya que su cumple cae en domingo, y de que mañana tenía cena en casa con mis amigas del cole y aún no había preparado nada. Como una autómata, he cogido la visa y me he ido a Mercadona. Antes de entrar, me he pasado por la tienda de golosinas para adquirir las 26 bolsas de chuches.
–Perdón, ¿qué precio tiene cada bolsita? –he preguntado a la dependiente que mascaba chicle como una loca.
–Euro y medio la bolsa, señora (¡con lo que me repatea que me llamen señora!).
–Gracias, luego vendré a comprarlas –he mentido mientras abandonaba el establecimiento.
Lo reconozco, me fastidia mucho tirar el dinero en cosas absurdas y más si las puedo hacer yo a mitad de precio. Así que he entrado en Mercadona he comprado chucherías, bolsas de bocadillo, una vela del tres y demás necesidades domésticas y me he ido a trabajar.
Al volver a casa, me he acordado de que el lunes era el cumpleaños de Pedro, el amigo de Álvaro. Y claro, no iba a permitir que mi hijo desluciera en su día más importante. He puesto a mis hijos en fila y les he explicado mis nuevas órdenes.
–Chicos, al final Álvaro va a celebrar mañana viernes su cumple en el cole. Os necesito.
–¡Jo, mamá, estoy viendo la tele! –ha refunfuñado Diego.
–Pues apágala. Nos toca trabajar.
Rápidamente hemos subido a la cocina, les he colocado los delantales y hemos empezado a hacer el bizcocho. Cuando sólo me faltaba por incorporar los huevos, he abierto la nevera y casi me desmayo: ¡no había huevos y estábamos los tres en pijama!
Mis neuronas han funcionado velozmente. He salido al jardín y me he puesto a gritar al estilo italiano (¡con lo que a mí me gusta!)
-¡Nievesss!, ¡Nieves! (así se llama mi vecina).
Al cabo de cinco gritos, ha salido.
-¿Qué te ocurre, Emma?
-Perdona, Nieves, es que estoy haciendo un bizcocho para que Álvaro lleve mañana al colegio y Juan Fran está de viaje y estamos en pijama. Resumiendo: que si me puedes dejar dos huevos.
-Claro, como no.
Entré en casa con mi par de huevos, rematé el bizcocho y monté mi cadena de producción.
-A ver, Diego, tú serás el encargado de las nubes, los regalices y los globos y tú, Álvaro, de las chocolatinas y las gominolas. Primero pintaré las bolsas, luego os las paso, las rellenáis y me las devolvéis para que la cierre con esta cinta plateada. ¿Entendido?
-Sí, mamá –contestaron al unísono.
La producción nos llevó media hora al módico precio de nueve euros (si las hubiese comprado en la tienda me habrían cobrado 39 euros… para que luego digan algunos que soy una derrochona).
Prueba superada, mi retoño será mañana la estrella del colegio y yo ya me puedo acostar tranquila.
martes, noviembre 21, 2006
Lo importante es participar
–Mamá, ¿verdad que las notas no son importantes? –preguntó Diego en mitad de la cena.
–Claro que son importantes. Recuerda como castigo a tu tío Pepe todos los veranos por suspender –contesté sin darle gran importancia.
–Pero, ¡lo importante es participar!
–Diego, eso es para el deporte, para los juegos… Pero en los estudios tienes que sacar buenas notas. ¿Tienes algo que contarme?
–No, nada importante, es que he sacado un cero en inglés.
–¿Qué? –grité aterrada.
–Ves, ya te has vuelto a enfadar. Si lo llego a saber no te lo cuento.
–Explícame bien lo del cero.
–Pues eso, que he sacado un cero en inglés.
Por la noche busqué como una loca profesores de inglés en internet y en el periódico. Al día siguiente, al llevarles al colegio, me fui a hablar con Jesús, su profesor.
–Hola Jesús.
–Muy buenas, Emma. ¿Qué tal va todo?
–Pues si te soy sincera estoy un poco preocupada. Diego me ha contado que ayer le pusieron un cero en inglés y no sé si debo ponerle un profesor en casa.
–¡Qué exagerada! El cero no fue en inglés, sino en conocimiento del medio que una vez a la semana lo damos en inglés. Según me contó teacher Ángel se estaba portando toda la clase mal y puso varios ceros.
Su explicación me relajó, pero esta semana contactaré con algún profesor.
viernes, noviembre 17, 2006
Regalos y cuentos
Alonso ha vuelto de su viaje por Suiza. Al llegar los niños se han abalanzado sobre él y rápidamente le han hecho la pregunta de rigor: “Papá, ¿nos has traído algún regalo?”. Mi amado esposo ha abierto la maleta y les ha entregado sus tesoros: un coche con un globo que una vez hinchado hace que se mueva el vehículo y una marioneta con forma de cocodrilo (a los dos lo mismo para que no haya discusiones). Después de inflar veinte veces el globito he estado a punto de desmayarme.
–¡Menudo regalito, Alonso! –he expresado lívida por la falta de oxígeno.
-¿No te ha gustado?
-Hombre, original sí que es, pero a este ritmo me voy a desvanecer.
-Venga, no te quejes. ¿Qué quieres que haga?
-Anda, sube a los peques y léeles los cuentos.
-¿El de caperucita?
-No, ahora estamos en la fase de “La bella y la bestia”.
Por unos segundos disfruté de un poco de tranquilidad y me pude fumar un relajado cigarro. Pero la calma duró un instante. Los gritos de Álvaro atragantaron mi última calada.
–¡Mamá, tú me lees el de Caperucita! –ordenó desde su cama. Subí y ejercí de lectora.
–Oye, mamá, papá ha leído muy bien el cuento, pero no le ha puesto acento francés a Lumier (el candelabro que habita en el castillo de la Bella y la Bestia, lo explico para aquellos que no estén abducidos por el mundo infantil)... –comenzó a argumentar Diego.
–Bueno, Diego, cada persona lee los cuentos dándoles un estilo propio, y tu padre lo ha hecho de maravilla.
–¿Y cómo lo sabes?
–Porque le he escuchado desde la cocina. –contesté zanjando la conversación.
-¿Y por qué no nos lo lees otra vez con acento francés? –rogó Diego.
–¡Síii! –gritó Álvaro apoyando a su hermano.
–¡No! –dije con tono seco– Ya no hay más cuentos. Ahora, a dormir.
-¡Qué mala eres, mamá! –refunfuñó Diego mientras se tapaba a regañadientes.
–¡Menudo regalito, Alonso! –he expresado lívida por la falta de oxígeno.
-¿No te ha gustado?
-Hombre, original sí que es, pero a este ritmo me voy a desvanecer.
-Venga, no te quejes. ¿Qué quieres que haga?
-Anda, sube a los peques y léeles los cuentos.
-¿El de caperucita?
-No, ahora estamos en la fase de “La bella y la bestia”.
Por unos segundos disfruté de un poco de tranquilidad y me pude fumar un relajado cigarro. Pero la calma duró un instante. Los gritos de Álvaro atragantaron mi última calada.
–¡Mamá, tú me lees el de Caperucita! –ordenó desde su cama. Subí y ejercí de lectora.
–Oye, mamá, papá ha leído muy bien el cuento, pero no le ha puesto acento francés a Lumier (el candelabro que habita en el castillo de la Bella y la Bestia, lo explico para aquellos que no estén abducidos por el mundo infantil)... –comenzó a argumentar Diego.
–Bueno, Diego, cada persona lee los cuentos dándoles un estilo propio, y tu padre lo ha hecho de maravilla.
–¿Y cómo lo sabes?
–Porque le he escuchado desde la cocina. –contesté zanjando la conversación.
-¿Y por qué no nos lo lees otra vez con acento francés? –rogó Diego.
–¡Síii! –gritó Álvaro apoyando a su hermano.
–¡No! –dije con tono seco– Ya no hay más cuentos. Ahora, a dormir.
-¡Qué mala eres, mamá! –refunfuñó Diego mientras se tapaba a regañadientes.
martes, noviembre 14, 2006
Mis paranoias
Siempre que Alonso se va de viaje planeo hacer mil cosas. Cuando su ausencia pilla en fin de semana, celebro en casa alguna que otra cena con las amigas, pero esta vez me he decidido por organizar los cajones y armarios del hogar. Juro que lo he intentado y aunque parezca que miento los elementos se han juntado en mi contra. Esta noche, sin ir más lejos, después de ejercer las labores habituales de una madre ejemplar: deberes de Diego, baños, cenas; después de unos cuantos ruegos para lograr que subieran a la habitación y se lavaran los dientes; después de leer los cuentos (soy una artista de la interpretación, modestia aparte) y cuando por fin les iba a dar el beso de buenas noches, me he percatado de una rojez en la cara de Álvaro.
–Cielo, ¿qué te ocurre? –le he preguntado como si fuera un adulto.
–Me pica, mamá, me pica –ha contestado Álvaro con mal cuerpo.
Asustada me he dado cuenta de que la alergia de su cara aumentaba a pasos agigantados. He corrido al armario de las medicinas, le he dado el jarabe del picor y de pronto me he acordado de que hacía tres días Álvaro se subió a la cómoda y se bebió todo el jarabe de la alergia porque le gustaba mucho –por suerte, quedaba muy poco jarabe–.
–¡Diego, Papá está de viaje, corre ponte los zapatos, nos vamos todos al hospital! –he ordenado alarmada.
Los peques se han emocionado por salir a la calle a las diez de la noche en pijama y con el abrigo.
–Mamá, espera que se me ha olvidado una cosa –ha rogado Diego mientras me abrochaba mis zapatillas y localizaba los cheques de la Asociación de la Prensa.
–Date prisa, Diego, ya sabes que las alergias me asustan mucho.
–Toma, mamá, léete mi libro del cuerpo humano y así te tranquilizas.
He contenido la risa y hemos volado hacia el coche.
Durante el trayecto Diego ha soltado todo lo que sabe acerca de los glóbulos blancos y las batallas de los virus. Álvaro, rojo como un tomate, le miraba emocionado y preguntaba si las luces de la calle eran las de Navidad.
He aparcado rápidamente y antes de bajar me he percatado de que la alergia de Álvaro estaba disminuyendo.
-Alvarete, ¿estás mejor?
–Sí, mamá, ya no me pica.
Me he asomado por urgencias del hospital San Rafael. Al ver la multitud de gente que estaba esperando y al notar la mejoría de Álvaro, he desistido en mi intento.
-Chicos, vamos a la farmacia a por el medicamento de la alergia. Seguro que lo podemos controlar.
Ellos tan felices por estar pernoctando y paseando por Madrid en pijama con su madre, la de las paranoias alérgicas (¡a ver si padece un inflamación de glotis y se ahoga!, pensaba yo sin poder expresarlo), asintieron.
A las once de la noche volvió la calma: el jarabe paralizó el brote alérgico y los dos se durmieron en cuestión de segundos.
Lo reconozco, aún no he colocado ningún armario, pero es que a mí tanto estrés paranoico me agota.
–Cielo, ¿qué te ocurre? –le he preguntado como si fuera un adulto.
–Me pica, mamá, me pica –ha contestado Álvaro con mal cuerpo.
Asustada me he dado cuenta de que la alergia de su cara aumentaba a pasos agigantados. He corrido al armario de las medicinas, le he dado el jarabe del picor y de pronto me he acordado de que hacía tres días Álvaro se subió a la cómoda y se bebió todo el jarabe de la alergia porque le gustaba mucho –por suerte, quedaba muy poco jarabe–.
–¡Diego, Papá está de viaje, corre ponte los zapatos, nos vamos todos al hospital! –he ordenado alarmada.
Los peques se han emocionado por salir a la calle a las diez de la noche en pijama y con el abrigo.
–Mamá, espera que se me ha olvidado una cosa –ha rogado Diego mientras me abrochaba mis zapatillas y localizaba los cheques de la Asociación de la Prensa.
–Date prisa, Diego, ya sabes que las alergias me asustan mucho.
–Toma, mamá, léete mi libro del cuerpo humano y así te tranquilizas.
He contenido la risa y hemos volado hacia el coche.
Durante el trayecto Diego ha soltado todo lo que sabe acerca de los glóbulos blancos y las batallas de los virus. Álvaro, rojo como un tomate, le miraba emocionado y preguntaba si las luces de la calle eran las de Navidad.
He aparcado rápidamente y antes de bajar me he percatado de que la alergia de Álvaro estaba disminuyendo.
-Alvarete, ¿estás mejor?
–Sí, mamá, ya no me pica.
Me he asomado por urgencias del hospital San Rafael. Al ver la multitud de gente que estaba esperando y al notar la mejoría de Álvaro, he desistido en mi intento.
-Chicos, vamos a la farmacia a por el medicamento de la alergia. Seguro que lo podemos controlar.
Ellos tan felices por estar pernoctando y paseando por Madrid en pijama con su madre, la de las paranoias alérgicas (¡a ver si padece un inflamación de glotis y se ahoga!, pensaba yo sin poder expresarlo), asintieron.
A las once de la noche volvió la calma: el jarabe paralizó el brote alérgico y los dos se durmieron en cuestión de segundos.
Lo reconozco, aún no he colocado ningún armario, pero es que a mí tanto estrés paranoico me agota.
lunes, noviembre 13, 2006
¿Qué hace en Suiza?
Todavía no me he recuperado. Alonso, mi amado marido, ha huido de nosotros y se ha marchado a Suiza para descansar del estrés familiar. Aún no sé de qué se queja. Vale, el miércoles salimos a cenar con unos amigos y llegamos a las tantas dando brincos por el vino y las copas.
El viernes, todavía sin que se hubiese recuperado, nos fuimos a la genial fiesta que organizo la familia de Virginia para celebrar el sesenta cumpleaños de su padre. Puro glamour. El evento tuvo lugar en Faunia. Las mesas rodeaban la Antártida y los pingüinos amenizaron la cena. “¡Mira cómo se tira el pingüino rey!”, gritaba mi madre mientras tomaba la crema de bogavante. “¡Ay, qué mona es esa pareja que se zambulle en el agua!”, exclamaba yo hipnotizada por el mundo animal. Después de la suculenta comida, bajamos a la zona de los peces y brindamos con Moët-Chandom. Al cabo de un rato, nos arrancamos con unos bailes y dejamos que la alegría nos embaucara hasta altas horas de la madrugada.
El sábado nos levantamos agotados y ejercimos de padres ejemplares (sobre todo yo que permití que mi marido durmiera su tan necesitada siesta). El domingo mi padre se apuntó a nuestra rica comida. Alonso, con la excusa de que tenía que hacer bien la digestión, se echó otra cabezadita. “Emma, tengo que preparar la maleta, mañana me voy a Suiza!”, comentó al volver del parque con los niños. No supe qué contestar. Mi mente barajó varias hipótesis: a/ se va a Suiza por motivos laborales, b/ se va a Suiza con su amante; c/ se va a Suiza porque no aguanta tanto estrés familiar… Pensé más opciones, pero tampoco me parece necesario explicar con pelos y señales todas mis paranoias, así que me abstengo de relatar las situaciones d/, e/, f/ y g/. “¿Qué te pasa, amor? (este tono tan cariñoso lo utiliza cuando sabe que va a estar varios días sin escuchar mis borderías), preguntó sorprendido por mi silencio. “Nada, amor (éste lo digo yo en plan de recochineo), que ya que vas a estar varios días alejados de nosotros podrías plantearte seriamente lo de tener un tercer hijo”, comenté como quien no quiere la cosa. “¡Emma eres pesadísima! No hay ni un solo día en que no saques el temita”, bufó con cara de agotamiento. “Yo también te quiero, Alonso, yo también te quiero”, le susurré dándole un abrazo tan fuerte que casi le rompo las costillas (como he engordado tengo más fuerza, je, je).
El viernes, todavía sin que se hubiese recuperado, nos fuimos a la genial fiesta que organizo la familia de Virginia para celebrar el sesenta cumpleaños de su padre. Puro glamour. El evento tuvo lugar en Faunia. Las mesas rodeaban la Antártida y los pingüinos amenizaron la cena. “¡Mira cómo se tira el pingüino rey!”, gritaba mi madre mientras tomaba la crema de bogavante. “¡Ay, qué mona es esa pareja que se zambulle en el agua!”, exclamaba yo hipnotizada por el mundo animal. Después de la suculenta comida, bajamos a la zona de los peces y brindamos con Moët-Chandom. Al cabo de un rato, nos arrancamos con unos bailes y dejamos que la alegría nos embaucara hasta altas horas de la madrugada.
El sábado nos levantamos agotados y ejercimos de padres ejemplares (sobre todo yo que permití que mi marido durmiera su tan necesitada siesta). El domingo mi padre se apuntó a nuestra rica comida. Alonso, con la excusa de que tenía que hacer bien la digestión, se echó otra cabezadita. “Emma, tengo que preparar la maleta, mañana me voy a Suiza!”, comentó al volver del parque con los niños. No supe qué contestar. Mi mente barajó varias hipótesis: a/ se va a Suiza por motivos laborales, b/ se va a Suiza con su amante; c/ se va a Suiza porque no aguanta tanto estrés familiar… Pensé más opciones, pero tampoco me parece necesario explicar con pelos y señales todas mis paranoias, así que me abstengo de relatar las situaciones d/, e/, f/ y g/. “¿Qué te pasa, amor? (este tono tan cariñoso lo utiliza cuando sabe que va a estar varios días sin escuchar mis borderías), preguntó sorprendido por mi silencio. “Nada, amor (éste lo digo yo en plan de recochineo), que ya que vas a estar varios días alejados de nosotros podrías plantearte seriamente lo de tener un tercer hijo”, comenté como quien no quiere la cosa. “¡Emma eres pesadísima! No hay ni un solo día en que no saques el temita”, bufó con cara de agotamiento. “Yo también te quiero, Alonso, yo también te quiero”, le susurré dándole un abrazo tan fuerte que casi le rompo las costillas (como he engordado tengo más fuerza, je, je).
martes, noviembre 07, 2006
El felpudo
"Linucha se ha ido a una boda a Galicia, Pepe ha salido con sus amigos, el perro está dormido encima de mi cama y yo estoy sola. Sí, seguro que los ladrones han detectado la situación y están a punto de invadir la casa. ¡Dios mío! ¿Qué ese ruido que se oye en el descansillo de casa? Ay, ¡qué miedo!", pensó mi abuela a las doce de la noche del sábado. Rápidamente se levantó y cerró la casa cal y canto. Le costó mover el cerrojo superior de la puerta, pero después de mucho intentarlo lo consiguió. Al cabo de media hora se tomó su pastilla para dormir, terminó de ver "Dolce Vita" y, aunque estaba un poco asustada, se durmió plácidamente. A las tres de la mañana llegó Pepe. En la calle llovía y él estaba empapado. Tiritando abrió la puerta. "¡Mierda, no puedo abrir! ¡No puede ser, la abuela ha echado el cierre que no funciona desde hace más de veinte años!", gritó Pepe. Empezó a aporrear la puerta. "¡Abuela, abuela!" vociferó con insistencia. Mi abuela se relajaba en la fase REM. El perro empezó a ladrar, pero mi abuela insertó sus ladridos en su sueño. Pepe llamó treinta veces desde el móvil, pero mi adorada nonagenaria, dopada con sus pastillas para dormir, no lo escuchó. Pepe, agotado y de mala leche, se tumbó como pudo en el felpudo y se durmió escuchando los llantos de Kaos que no entendía porque no entraba en casa.
A las doce de la mañana se levantó mi abuela. Se acercó al cuarto de Pepe y comprobó que no estaba en su cama. "¡Dios mío!, han secuestrado a mi nieto", pensó con temblor en el cuerpo. Rápidamente abrió, aunque le costó bastante, la puerta y casi se cae al suelo de bruces. "Pepe, ¿qué haces tumbado en el felpudo?", preguntó llena de intriga. "Abuela, me has dejado aquí abandonado. ¿Cómo se te ocurre echar el cerrojo superior?", explicó Pepe. "¡Ay, mi niño, pobrecito!", se apiadó mi abuela. Pepe entró en casa con frío, con malhumor y con la espalda dolorida.
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