Alonso ha vuelto de su viaje por Suiza. Al llegar los niños se han abalanzado sobre él y rápidamente le han hecho la pregunta de rigor: “Papá, ¿nos has traído algún regalo?”. Mi amado esposo ha abierto la maleta y les ha entregado sus tesoros: un coche con un globo que una vez hinchado hace que se mueva el vehículo y una marioneta con forma de cocodrilo (a los dos lo mismo para que no haya discusiones). Después de inflar veinte veces el globito he estado a punto de desmayarme.
–¡Menudo regalito, Alonso! –he expresado lívida por la falta de oxígeno.
-¿No te ha gustado?
-Hombre, original sí que es, pero a este ritmo me voy a desvanecer.
-Venga, no te quejes. ¿Qué quieres que haga?
-Anda, sube a los peques y léeles los cuentos.
-¿El de caperucita?
-No, ahora estamos en la fase de “La bella y la bestia”.
Por unos segundos disfruté de un poco de tranquilidad y me pude fumar un relajado cigarro. Pero la calma duró un instante. Los gritos de Álvaro atragantaron mi última calada.
–¡Mamá, tú me lees el de Caperucita! –ordenó desde su cama. Subí y ejercí de lectora.
–Oye, mamá, papá ha leído muy bien el cuento, pero no le ha puesto acento francés a Lumier (el candelabro que habita en el castillo de la Bella y la Bestia, lo explico para aquellos que no estén abducidos por el mundo infantil)... –comenzó a argumentar Diego.
–Bueno, Diego, cada persona lee los cuentos dándoles un estilo propio, y tu padre lo ha hecho de maravilla.
–¿Y cómo lo sabes?
–Porque le he escuchado desde la cocina. –contesté zanjando la conversación.
-¿Y por qué no nos lo lees otra vez con acento francés? –rogó Diego.
–¡Síii! –gritó Álvaro apoyando a su hermano.
–¡No! –dije con tono seco– Ya no hay más cuentos. Ahora, a dormir.
-¡Qué mala eres, mamá! –refunfuñó Diego mientras se tapaba a regañadientes.
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