lunes, noviembre 13, 2006

¿Qué hace en Suiza?

Todavía no me he recuperado. Alonso, mi amado marido, ha huido de nosotros y se ha marchado a Suiza para descansar del estrés familiar. Aún no sé de qué se queja. Vale, el miércoles salimos a cenar con unos amigos y llegamos a las tantas dando brincos por el vino y las copas.




El viernes, todavía sin que se hubiese recuperado, nos fuimos a la genial fiesta que organizo la familia de Virginia para celebrar el sesenta cumpleaños de su padre. Puro glamour. El evento tuvo lugar en Faunia. Las mesas rodeaban la Antártida y los pingüinos amenizaron la cena. “¡Mira cómo se tira el pingüino rey!”, gritaba mi madre mientras tomaba la crema de bogavante. “¡Ay, qué mona es esa pareja que se zambulle en el agua!”, exclamaba yo hipnotizada por el mundo animal. Después de la suculenta comida, bajamos a la zona de los peces y brindamos con Moët-Chandom. Al cabo de un rato, nos arrancamos con unos bailes y dejamos que la alegría nos embaucara hasta altas horas de la madrugada.
El sábado nos levantamos agotados y ejercimos de padres ejemplares (sobre todo yo que permití que mi marido durmiera su tan necesitada siesta). El domingo mi padre se apuntó a nuestra rica comida. Alonso, con la excusa de que tenía que hacer bien la digestión, se echó otra cabezadita. “Emma, tengo que preparar la maleta, mañana me voy a Suiza!”, comentó al volver del parque con los niños. No supe qué contestar. Mi mente barajó varias hipótesis: a/ se va a Suiza por motivos laborales, b/ se va a Suiza con su amante; c/ se va a Suiza porque no aguanta tanto estrés familiar… Pensé más opciones, pero tampoco me parece necesario explicar con pelos y señales todas mis paranoias, así que me abstengo de relatar las situaciones d/, e/, f/ y g/. “¿Qué te pasa, amor? (este tono tan cariñoso lo utiliza cuando sabe que va a estar varios días sin escuchar mis borderías), preguntó sorprendido por mi silencio. “Nada, amor (éste lo digo yo en plan de recochineo), que ya que vas a estar varios días alejados de nosotros podrías plantearte seriamente lo de tener un tercer hijo”, comenté como quien no quiere la cosa. “¡Emma eres pesadísima! No hay ni un solo día en que no saques el temita”, bufó con cara de agotamiento. “Yo también te quiero, Alonso, yo también te quiero”, le susurré dándole un abrazo tan fuerte que casi le rompo las costillas (como he engordado tengo más fuerza, je, je).

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