Esta mañana vengo contenta a trabajar. Sobre todo porque solo me quedan dos días para irme de vacaciones y olvidarme de todo lo que se refiere al ámbito laboral. Según llego, enciendo el ordenador y hago un repaso a todos los e-mails de mi correo electrónico. Elimino los spams y empiezo a abrir el resto. "Huy, qué gracioso es este de la DGT", pienso y rápidamente se lo reenvío a unos cuantos amigos. Al cabo de unos minutos, recibo la contestación de mi amigo XJ (pongo estas siglas para proteger su identidad) y me quedo petrificada.
XJ: Mi mujer me ha dejado. ¿Conoces a alguna buena chica que me quiera consolar?
EPT (o sea, yo por si alguien lo duda): ¿Lo dices en serio? O me estás tomando el pelo. Como me lo has dicho de sopetón me has dejado helada.
XJ: Así como te lo digo, amiga. Me ha dejado y se está follando a un superguay desde antes que me abandonara. Desde hace un mes estoy en un apartamento e intento tirar “palante” con todas mis fuerzas. ¿Son todas las tías unas putas? O bien, la pregunta sería: ¿Por qué siendo tan putas, aún no me he comprado una escopeta?
EPT: Vaya, no sabes cómo lo siento. No sé si todas las tías son unas putas (por lo menos yo conozco a unas cuantas que no lo son y me incluyo en el lote), pero que te dejen así es una cabronada. Cuenta conmigo para lo que necesites. Aguanta la tentación del rifle, que al final te joden a ti. Yo también tengo ganas de comprar uno para liquidar a cierto impresentable de mi trabajo, pero hay que resistir...
Si te parece bien, te llamo por teléfono y hablamos.
XJ: Claro que sí, sabes que tú siempre eres bien recibida.
La semana pasada, en cambio, recibí un correo que me produjo insomnio nocturno. El título del e-mail era “Ladrillos” y supuse que eran chistes sobre albañiles. Me equivoqué.
“Emma: Tengo un palet entero de ladrillos. Si los quieres, dímelo. Pero necesito una contestación rápidamente. Se me ocurre que tal vez puedas hacer algo con ellos en Guadarrama: una caseta, un armario… Espero tu contestación. Besos”
Y estuve toda la noche dándole vueltas a los ladrillos, calibrando qué hacer con ellos, qué obra de arte podría perpetrar, pero al final opté por rechazar el original regalo. Aunque, J, mil gracias.
jueves, marzo 29, 2007
miércoles, marzo 28, 2007
Dulces sueños
Noche de insomnio. Alonso ronca como un guerrero de Termópilas, Diego oculta sus sueños bajo el edredón y Álvaro gira por la cama como si estuviera buscando un tesoro escondido. "Me los voy a comer", pienso según admiro sus dulces sueños y en ese momento siento un instante de felicidad, de tranquilidad. Me apetece parar el tiempo y conservar esa imagen de mis hombres recuperando las fuerzas perdidas. Les beso con cautela para no perturbarles y bajo al cuarto de estar. Después de mucho pensarlo me decido por "Elsa y Fred", una película española que me ha prestado Manuel, un compañero de trabajo. La elección ha sido perfecta y disfruto en la oscuridad del fantástico film. A las cuatro, me obligo a ir a la cama y, antes de dejarme seducir por los brazos de Morfeo, vuelvo a admirar la fase onírica de mis hombres. Soy feliz.
lunes, marzo 26, 2007
Descanso dominical
–¿Qué tal el fin de semana? ¿Has descansado? –me pregunta una compañera al ver como me dejo caer sobre mi silla.
–Sí, no ha estado mal –contesto como una autómata.
Pero ahora que lo pienso, miento vilmente.
El viernes, gracias a mi adorado y amado jefe, no trabajé. Así que exprimí los minutos para hacer mil cosas y a última hora fui a recoger a los niños al cole. Tocaba piscina y se vino con nosotros Daniel. Tras los chapuzones llegaron los juegos en casa, la cena, las palomitas… Y a las nueve y media recogieron a Daniel. Me senté para descansar y Juan Fran me miró un poco perplejo.
–Emma, ¿no tenías hoy cena con tus amigas? –preguntó con intriga.
–Anda, se me había olvidado...
Salté del sofá, redecoré con poco estilo mi cara y me lancé al coche. La cita era en un restaurante griego en la calle Orense. Llegué veinte minutos tarde, pero llegué. La cena transcurrió con nuestras risas y críticas habituales. Una vez pagada la cuenta (invitamos a Blanca porque el jueves es su cumpleaños), salimos a la calle en busca de un local para tomar una copa. La oferta era de lo más variopinta: “Sensaciones”, antro sexual al que declinamos entrar, otro bar de nombre desconocido por cuya cristalera observamos a cuatro tipos con cara de salidos y, por supuesto, también nos negamos a beber allí el gin tonic… Después de veinte minutos calle arriba y calle abajo, descubrimos el típico bareto de barrio. Inspeccionamos desde fuera y Blanca nos animó:
–Aquí parece que hay gente normal. Venga, vamos dentro.
El espectáculo era “súper normal”: un perro pastor alemán daba vueltas por el local. De vez en cuando, abría la puerta y salía al jardín a hacer sus necesidades junto a unos tipos que como mínimo se estaban metiendo una raya. El dueño del perro, un alcohólico, le azuzaba para que ladrara y escuchásemos sus ladridos de fondo. En la barra, destacaba un sucio moderno con el pelo grasiento, un mendigo (por lo menos tenía esa apariencia) que se acercó varias veces a nuestra mesa para retirar las botellas de tónica, y, entre medias, algún que otro pijo.
Entre los veinte minutos paseando, las copas y el local “normal” no pudimos contener la risa histérica. Y he de confesar que al final le cogimos cariño al bareto de barrio.
El sábado nos plantamos a comer en casa de mi hermano Roberto, que decidió no complicarse la vida y traer unos pollos de “Casa Mingo”. Manuela, aprovechando que su padre no estaba, se tropezó con un escalón y se magulló toda la cara. Hecho que aprovechó mi hermano para gritarnos y espetar a Virginia que era una mala madre y yo una mala tía (¡lo que hay que oír!).
A las cinco los niños salieron con diversos juguetes con ruedas a la calle: triciclos, coches, andadores… y compitieron como locos lanzándose por el asfalto desierto de coches.
Volvimos con nuestras fierecillas. Esa noche Isabel y Carlos habían organizado una fiesta por su reciente boda. Así que en cuanto aparecieron mis suegros por casa me metí en el baño para redecorarme de nuevo. Y esta vez sí que conseguí ponerme divina (¡ay, qué modesta soy!), aunque mi Alonso refunfuñaba porque no podría ver el partido de España-Dinamarca (¡cuánto sufres, amor!).
Sebastián, agotado tras su viaje por EEUU, y Sandra pasaron a buscarnos a las nueve y cuarto. El Tom-tom (el Gps) se emocionó cuando nos vio entrar y no paró de hablar durante todo el camino. Lo mejor es que Sebastián no le hacía mucho caso y el pobre tom-tom no hacía más que reconfigurar el camino para llegar al lugar de destino y aguantó la tentación tecnológica de insultarnos.
La fiesta era en el Suite Café. Allí nos esperaban Paloma y Raúl. Por una vez, he de decir que el regalo le encantó a Isabel (en la despedida de soltera le llevamos a un espectáculo de magia y le horrorizó), así que respiramos tranquilos y empezamos a zampar los canapés del cóctel y a beber las cervezas y las copas.
El domingo, por suerte, mis suegros se llevaron a los niños por la mañana al parque y aprovechamos para batallar contra la leve resaca con unas cuantas horas más de sueño. Y por la tarde, nuestro tradicional paseo con niños, patines y merienda por la vía peatonal cercana al colegio.
Hoy he vuelto a trabajar, me he conectado los cascos y cuando nadie me ve cierro los ojos e intento recuperar energías. Pero vamos, el fin de semana ha sido tranquilo.
–Sí, no ha estado mal –contesto como una autómata.
Pero ahora que lo pienso, miento vilmente.
El viernes, gracias a mi adorado y amado jefe, no trabajé. Así que exprimí los minutos para hacer mil cosas y a última hora fui a recoger a los niños al cole. Tocaba piscina y se vino con nosotros Daniel. Tras los chapuzones llegaron los juegos en casa, la cena, las palomitas… Y a las nueve y media recogieron a Daniel. Me senté para descansar y Juan Fran me miró un poco perplejo.
–Emma, ¿no tenías hoy cena con tus amigas? –preguntó con intriga.
–Anda, se me había olvidado...
Salté del sofá, redecoré con poco estilo mi cara y me lancé al coche. La cita era en un restaurante griego en la calle Orense. Llegué veinte minutos tarde, pero llegué. La cena transcurrió con nuestras risas y críticas habituales. Una vez pagada la cuenta (invitamos a Blanca porque el jueves es su cumpleaños), salimos a la calle en busca de un local para tomar una copa. La oferta era de lo más variopinta: “Sensaciones”, antro sexual al que declinamos entrar, otro bar de nombre desconocido por cuya cristalera observamos a cuatro tipos con cara de salidos y, por supuesto, también nos negamos a beber allí el gin tonic… Después de veinte minutos calle arriba y calle abajo, descubrimos el típico bareto de barrio. Inspeccionamos desde fuera y Blanca nos animó:
–Aquí parece que hay gente normal. Venga, vamos dentro.
El espectáculo era “súper normal”: un perro pastor alemán daba vueltas por el local. De vez en cuando, abría la puerta y salía al jardín a hacer sus necesidades junto a unos tipos que como mínimo se estaban metiendo una raya. El dueño del perro, un alcohólico, le azuzaba para que ladrara y escuchásemos sus ladridos de fondo. En la barra, destacaba un sucio moderno con el pelo grasiento, un mendigo (por lo menos tenía esa apariencia) que se acercó varias veces a nuestra mesa para retirar las botellas de tónica, y, entre medias, algún que otro pijo.
Entre los veinte minutos paseando, las copas y el local “normal” no pudimos contener la risa histérica. Y he de confesar que al final le cogimos cariño al bareto de barrio.
El sábado nos plantamos a comer en casa de mi hermano Roberto, que decidió no complicarse la vida y traer unos pollos de “Casa Mingo”. Manuela, aprovechando que su padre no estaba, se tropezó con un escalón y se magulló toda la cara. Hecho que aprovechó mi hermano para gritarnos y espetar a Virginia que era una mala madre y yo una mala tía (¡lo que hay que oír!).
A las cinco los niños salieron con diversos juguetes con ruedas a la calle: triciclos, coches, andadores… y compitieron como locos lanzándose por el asfalto desierto de coches.
Volvimos con nuestras fierecillas. Esa noche Isabel y Carlos habían organizado una fiesta por su reciente boda. Así que en cuanto aparecieron mis suegros por casa me metí en el baño para redecorarme de nuevo. Y esta vez sí que conseguí ponerme divina (¡ay, qué modesta soy!), aunque mi Alonso refunfuñaba porque no podría ver el partido de España-Dinamarca (¡cuánto sufres, amor!).
Sebastián, agotado tras su viaje por EEUU, y Sandra pasaron a buscarnos a las nueve y cuarto. El Tom-tom (el Gps) se emocionó cuando nos vio entrar y no paró de hablar durante todo el camino. Lo mejor es que Sebastián no le hacía mucho caso y el pobre tom-tom no hacía más que reconfigurar el camino para llegar al lugar de destino y aguantó la tentación tecnológica de insultarnos.
La fiesta era en el Suite Café. Allí nos esperaban Paloma y Raúl. Por una vez, he de decir que el regalo le encantó a Isabel (en la despedida de soltera le llevamos a un espectáculo de magia y le horrorizó), así que respiramos tranquilos y empezamos a zampar los canapés del cóctel y a beber las cervezas y las copas.
El domingo, por suerte, mis suegros se llevaron a los niños por la mañana al parque y aprovechamos para batallar contra la leve resaca con unas cuantas horas más de sueño. Y por la tarde, nuestro tradicional paseo con niños, patines y merienda por la vía peatonal cercana al colegio.
Hoy he vuelto a trabajar, me he conectado los cascos y cuando nadie me ve cierro los ojos e intento recuperar energías. Pero vamos, el fin de semana ha sido tranquilo.
miércoles, marzo 21, 2007
El bautizo de Cayetana
Y el sábado fue el gran día de Cayetana, su bautizo. Y, por qué negarlo, también mi gran día porque era nombrada madrina de mi sobrina.
Así que los nervios rondaban por la casa desde primera hora de la mañana. Los niños ajenos al bullicio matutino, salieron al jardín y jugaron a piratas, a Fernando Alonso y a todo lo que se les pasaba por la cabeza. Alonso se fue a comprar algún detallito que faltaba. Y yo me encerré en el baño para acicalarme e intentar lucir mi belleza. Tinte de pelo, mascarilla revitalizante, toallitas Comodine para mejorar el color pálido de mi cara… Vamos, que en un pispás monté un salón de belleza. De vez en cuando, me asomaba a la ventana para comprobar como jugaban Diego y Álvaro.
De pronto el silencio rodeó la casa, me asomé asustada y vi como los niños habían sacado su mesita, sus sillas, el mantel y se habían preparado un aperitivo con patatas y doritos. Pensé en bajar corriendo y comérmelos a besos, pero aguanté la tentación y admiré como disfrutaban de su ágape.
A las dos comimos y al cabo de una hora empezamos a arreglarnos. ¡Qué elegantes iban mis niños vestidos de verde! (y menos mal… con el pastón que me he gastado). ¡Ay, y qué bien iba mi Alonso con su corbata verde que combinaba con los colores de los niños! En fin, que ellos iban divinos y yo desentonaba un poco con los kilillos de más (fuerza de voluntad, ¿dónde te has escondido?).
A las cuatro y cuarto, partimos hacia la Florida. Al ratito llegaron todos los asistentes al bautizo y mi divina ahijada con el faldón de cristianar con el que se ha bautizado toda la familia. Entraron todos en la iglesia, salvo Cayetana, sus padres y los padrinos (Javier, el abuelo, y yo). El cura presentó a la niña y nos preguntó si queríamos bautizarla. Tras asentir, recorrimos el pasillo de la iglesia hasta el altar y comenzó el bautizo. Diego, primo de Cayetana y cristiano confeso, leyó una lectura (la de los gálatas). Su voz se escuchó en toda la iglesia, pero no hubo forma de verle porque el atril superaba su estatura. Leyó con aplomo, con entonación, con entusiasmo… Una maravilla y, claro, a mí se me caía la baba. Mientras, Álvaro y Manuela revoloteaban a nuestro alrededor sin entender por qué ellos no eran los protagonistas.
Tras la celebración eclesiástica nos fuimos a la casa de los padres de Virginia, donde se iba a servir el cóctel. La entrada estaba decorada con globos y, en el hall, nos recibía una enorme cigüeña de papel maché y más globos multicolores con formas de chupete, pájaro… Y el jardín estaba plagado de grandes molinillos que se movían con la suave brisa de la tarde primaveral.
El destacamento infantil invadió y se apropió del enorme jardín y la zona de los columpios y las casitas de niños. A cada uno de ellos les dieron una caja repleta de chuches, medias noches y sándwich… Se crearon dos grupos: el de las niñas con vocación de princesas y el de los bestias donde, por supuesto, estaban Diego, Álvaro, Manuela y Rocío que basaron sus juegos en escalar al tejado de la caseta y chutar el balón.
El resto, los adultos, se fue sentando en las mesas y los camareros giraron alrededor de ellas con bandejas repletas de caviar, foie, gambas rebozadas, rollitos de salmón… Y, para facilitar la digestión, champán, gin-tonics, coca-colas… Las conversaciones se sucedían, los saludos y las risas.
Todo fue perfecto, todos íbamos guapísimos y todos disfrutamos del bautizo.
PD: Las imágenes del post son las nuestras, en breve volcaré las oficiales que hicieron los fotógrafos del evento.
martes, marzo 20, 2007
Volta Peña Tojo
Nada más despertarme me he planificado la mañana. Primero, cambiar el interruptor que rompió Álvaro. Segundo, colgar tres cuadros (dos hechos por Álvaro y uno por mí que, falsa modestia, me ha quedado ideal) y, por último, seleccionar las fotos del bautizo de Cayetana y escribir el post. Animada, he despedido a mis hijos al irse hacia el colegio y he cogido la caja de herramientas y los útiles necesarios para la sustitución del interruptor.
Una vez decidida y analizada la escena de actuación, he subido y he quitado los plomos (¡ay, qué responsable soy!). He bajado, he desmontado el interruptor y para mi sorpresa he comprobado que el nuevo se diferenciaba bastante del antiguo. "Seguro que no me cuesta montarlo", he pensado con un optimismo desbordante. Tras varias manipulaciones he dado el trabajo por finalizado. Vuelta a subir, elevo los plomos, bajo y compruebo que no se enciende ninguna luz. "¡Mierda!", le exclamo a Lucas que me observa con atención. Subo, bajo los plomos y vuelvo a desmontar el interruptor. A los quince minutos, vuelvo a subir (¡menuda maratón de escalones!), elevo los plomos, bajo y descubro que sólo se enciende una luz. Por quinta vez, subo, quito los plomos... y ya de mala leche remuevo los cables. Subo, elevo los plomos y, para mi sorpresa y desesperación, veo como está encendida la luz de la despensa, pero al apagarla se enciende la del trastero y, lo peor es que no hay forma de que se apaguen las dos luces a la vez. ¡Siempre se queda una encendida! Subo, bajo los plomos, y me arrastró otra vez más, agotada y derrengada, hasta el jodido interruptor. "Tú no me vas a dominar", le espetó con sudores en la frente. Y al final lo solucioné. Mal, pero lo solucioné (ahora las dos luces se encienden con un solo interruptor), y no colgué los cuadros, y no escribí el post del bautizo y llegué tarde a trabajar, y encima no me dio tiempo a ducharme... Y aquí estoy oliendo a tigre y conectada a internet buscando información sobre cómo se instala un interruptor doble... Porque al final lo conseguiré, faltaría más.
PD. Para quien no lo sepa, Volta fue el inventor de la electricidad, de ahí mi gracieta en el título. ¡Pero qué divertida soy!
Una vez decidida y analizada la escena de actuación, he subido y he quitado los plomos (¡ay, qué responsable soy!). He bajado, he desmontado el interruptor y para mi sorpresa he comprobado que el nuevo se diferenciaba bastante del antiguo. "Seguro que no me cuesta montarlo", he pensado con un optimismo desbordante. Tras varias manipulaciones he dado el trabajo por finalizado. Vuelta a subir, elevo los plomos, bajo y compruebo que no se enciende ninguna luz. "¡Mierda!", le exclamo a Lucas que me observa con atención. Subo, bajo los plomos y vuelvo a desmontar el interruptor. A los quince minutos, vuelvo a subir (¡menuda maratón de escalones!), elevo los plomos, bajo y descubro que sólo se enciende una luz. Por quinta vez, subo, quito los plomos... y ya de mala leche remuevo los cables. Subo, elevo los plomos y, para mi sorpresa y desesperación, veo como está encendida la luz de la despensa, pero al apagarla se enciende la del trastero y, lo peor es que no hay forma de que se apaguen las dos luces a la vez. ¡Siempre se queda una encendida! Subo, bajo los plomos, y me arrastró otra vez más, agotada y derrengada, hasta el jodido interruptor. "Tú no me vas a dominar", le espetó con sudores en la frente. Y al final lo solucioné. Mal, pero lo solucioné (ahora las dos luces se encienden con un solo interruptor), y no colgué los cuadros, y no escribí el post del bautizo y llegué tarde a trabajar, y encima no me dio tiempo a ducharme... Y aquí estoy oliendo a tigre y conectada a internet buscando información sobre cómo se instala un interruptor doble... Porque al final lo conseguiré, faltaría más.
PD. Para quien no lo sepa, Volta fue el inventor de la electricidad, de ahí mi gracieta en el título. ¡Pero qué divertida soy!
lunes, marzo 19, 2007
Gritos automovilísticos
Otro viernes sin trabajar y con mil cosas que hacer: comprar los zapatos de Diego, la corbata de mi amado Alonso, una ampolla revitalizante para intentar mejorar para mañana, día del bautizo de mi ahijada Cayetana, mi desastrosa cara; enmarcar el regalo de Roberto … Los nervios me lanzan a la calle y poco a poco voy resolviendo mis problemillas.
Por la tarde voy a recoger a los niños al cole.
–Mamá, ¿me puedo ir a casa de Alejandro? –preguntó Diego según salió de clase.
–No, Diego, hoy vamos a la piscina. Además, Daniel se viene con nosotros. ¿Te parece bien? –expliqué mientras les daba la merienda.
–Está bien, mamá.
Llegué a la piscina con las tres fierecillas –Diego, Daniel y Álvaro– y Ana se acercó para ayudarme. Cuando empezaron a chapotear en el agua, respiré tranquila y al cabo de quince minutos aproveché el momento de calma para fumarme un cigarro. Después de dos caladas, lo apagué a toda velocidad. Chus, la monitora de Álvaro, me llamaba a través de la cristalera. Corrí por la piscina.
–Tranquila, Emma, es que Álvaro ha devuelto la merienda encima de otra niña y será mejor que deje de nadar.
Arropé a mi niño, lo duché y retiré su devuelto.
–Cielo, vamos al vestuario para vestirte, campeón –le dije.
–No, mamá, yo quiero volver a nadar.
Por suerte, en ese momento empezaron a salir el resto de sus compañeros de la piscina y Álvaro desistió en su intento.
Mi ataque de nervios sucedió al volver a casa. Las fierecillas iban sentadas en el asiento de atrás con sus cinturones. Llegué a casa y me puse aparcar. Los niños aprovecharon las maniobras para desabrochar los cinturones y asomarse por la ventanilla. Mis gritos se empezaron a oír por todo el vecindario. José Luis, mi vecino, apareció en escena. Me decía algo pero no le escuchaba. Así que tiré del freno de mano y salí para hablar con él.
–José Luis, qué me decías. –pregunté con intriga.
–Nada, te estaba diciendo que… Dios mío, Emma, que tu coche se está yendo para atrás.
Miré aterrada y vi como el coche se desplazaba con los tres niños metidos dentro.
José Luis empezó a sujetar el coche por detrás, yo me colé por la puerta e intenté tirar más del freno de mano, pero no tenía fuerzas. Sentí como el Focus se chocaba con el coche de detrás, el de José Luis; los niños gritaban; yo, atacada, puse mi mano sobre un pedal. Mierda, éste es el embrague. Por fin, presioné con mi mano el pedal del freno y el vehículo se paró.
–Niños, salid del coche –grité como una loca.
Y por una vez me hicieron caso a la primera. Como una contorsionista, me introduje en el coche mientras mi mano seguía presionando el pedal del freno y logré tirar un poco más del freno de mano.
Al bajar contemplé el desastre. El coche de José Luis estaba subido a la acera y mi coche lo presionaba con fuerza.
–Ay, perdona, ay, ay –sollocé mientras otra vez más me metía en el coche, arrancaba, lo aparcaba y tiraba con una fuerza sobrehumana del freno de mano.
Salí acalorada y avergonzada por el espectáculo. Los niños aplaudían por la aventura y José Luis comprobaba si había daños en su coche.
–Tranquila, Emma, no le has hecho nada al vehículo –comentó José Luis sacando las llaves de su coche para bajarlo de la acera y aparcarlo correctamente.
Entre con mis fierecillas a casa, les lancé al jardín y refresqué mi disgusto con una coca-cola light.
"¡Y cómo se lo cuento a Alonso!, ¡me va a matar!", pensé entre sorbo y sorbo.
Por la tarde voy a recoger a los niños al cole.
–Mamá, ¿me puedo ir a casa de Alejandro? –preguntó Diego según salió de clase.
–No, Diego, hoy vamos a la piscina. Además, Daniel se viene con nosotros. ¿Te parece bien? –expliqué mientras les daba la merienda.
–Está bien, mamá.
Llegué a la piscina con las tres fierecillas –Diego, Daniel y Álvaro– y Ana se acercó para ayudarme. Cuando empezaron a chapotear en el agua, respiré tranquila y al cabo de quince minutos aproveché el momento de calma para fumarme un cigarro. Después de dos caladas, lo apagué a toda velocidad. Chus, la monitora de Álvaro, me llamaba a través de la cristalera. Corrí por la piscina.
–Tranquila, Emma, es que Álvaro ha devuelto la merienda encima de otra niña y será mejor que deje de nadar.
Arropé a mi niño, lo duché y retiré su devuelto.
–Cielo, vamos al vestuario para vestirte, campeón –le dije.
–No, mamá, yo quiero volver a nadar.
Por suerte, en ese momento empezaron a salir el resto de sus compañeros de la piscina y Álvaro desistió en su intento.
Mi ataque de nervios sucedió al volver a casa. Las fierecillas iban sentadas en el asiento de atrás con sus cinturones. Llegué a casa y me puse aparcar. Los niños aprovecharon las maniobras para desabrochar los cinturones y asomarse por la ventanilla. Mis gritos se empezaron a oír por todo el vecindario. José Luis, mi vecino, apareció en escena. Me decía algo pero no le escuchaba. Así que tiré del freno de mano y salí para hablar con él.
–José Luis, qué me decías. –pregunté con intriga.
–Nada, te estaba diciendo que… Dios mío, Emma, que tu coche se está yendo para atrás.
Miré aterrada y vi como el coche se desplazaba con los tres niños metidos dentro.
José Luis empezó a sujetar el coche por detrás, yo me colé por la puerta e intenté tirar más del freno de mano, pero no tenía fuerzas. Sentí como el Focus se chocaba con el coche de detrás, el de José Luis; los niños gritaban; yo, atacada, puse mi mano sobre un pedal. Mierda, éste es el embrague. Por fin, presioné con mi mano el pedal del freno y el vehículo se paró.
–Niños, salid del coche –grité como una loca.
Y por una vez me hicieron caso a la primera. Como una contorsionista, me introduje en el coche mientras mi mano seguía presionando el pedal del freno y logré tirar un poco más del freno de mano.
Al bajar contemplé el desastre. El coche de José Luis estaba subido a la acera y mi coche lo presionaba con fuerza.
–Ay, perdona, ay, ay –sollocé mientras otra vez más me metía en el coche, arrancaba, lo aparcaba y tiraba con una fuerza sobrehumana del freno de mano.
Salí acalorada y avergonzada por el espectáculo. Los niños aplaudían por la aventura y José Luis comprobaba si había daños en su coche.
–Tranquila, Emma, no le has hecho nada al vehículo –comentó José Luis sacando las llaves de su coche para bajarlo de la acera y aparcarlo correctamente.
Entre con mis fierecillas a casa, les lancé al jardín y refresqué mi disgusto con una coca-cola light.
"¡Y cómo se lo cuento a Alonso!, ¡me va a matar!", pensé entre sorbo y sorbo.
domingo, marzo 11, 2007
Disney, fútbol y verdades como puños
—Venga, chicos, daros prisa que vamos en metro. —rogué mientras terminaban de merendar.
—¿En tren? —preguntó Álvaro.
—Sí —contesté para calmarle (con lo terco que es si insisto en que se llama metro y no tren es capaz de ponerse a llorar).
Lo de unirse a las masas es horroroso. El metro a esa hora iba plagado de gente y temí que Álvaro se quedara sin oxígeno o se perdiera entre tanta muchedumbre. Por suerte, un chaval joven se levantó y nos cedió su asiento al ver mi cara de desesperación.
Llegamos al nuevo Palacio de los Deportes y nos sentamos junto a Sandra y sus hijos Lucía y Jorge. A mitad del espectáculo de “Princesas sobre hielo”, de Disney, noté como Diego se tumbaba en el asiento y miraba de reojo a los patinadores.
Salí dispuesta a tomar un taxi y no volver a juntarme con las masas, pero mis niños insistieron e imploraron que volviéramos otra vez en metro. Y una que se deja convencer fácilmente volvió a descender a los túneles de Madrid.
Llegamos a casa agotados. Entre en que el día anterior Manuela celebró su segundo cumpleaños (¡muchas felicidades, preciosa!) y hoy habíamos ido al espectáculo de Disney necesitábamos recargar las pilas.
Alonso aprovechó un momento de soledad con Diego para interrogarle.
—Diego, ¿qué tal lo de los patinadores?
—Papá, no se lo digas a mamá, pero ha sido un rollo... Ese espectáculo sólo sirve para lavar la cabeza a la gente. Hubiera preferido quedarme en casa viendo mis dibujos: Pokémon, Zatch Bell, Naruto...
Oye, el niño tiene gusto, la verdad es que a él lo de las princesas le parecen una mariconez y como a Álvaro no le gusta ir al cine ni ver películas en la tele tampoco se entretuvo mucho, pero aguantó las dos horas. ¡Menos mal que las entradas eran regaladas!
El sábado, tachán, tachán, primer partido de fútbol de Diego contra otro colegio. Yo tenía que trabajar, pero decidí llegar tarde (¡cómo me iba a perder el primer partido de mi primogénito!).
La batalla campal comenzaba a las doce. Diego botaba por nuestra cama desde las ocho de la mañana con los nervios a flor de piel. A las once y media llegamos al campo del colegio y para mi sorpresa comprobé que ya estaban jugando. Histérica me acerqué al entrenador. “Tranquila, Diego juega en el segundo partido”, me explicó Manuel.
En el primer partido ganó el colegio de Diego 8-0. Las expectativas eran optimistas, pero la realidad fue más dura. Los goles empezaron a colarse en nuestra portería, Diego y sus amigos correteaban en grupo alrededor de la pelota, el entrenador gritaba que se separaran, los padres vociferábamos a pleno pulmón... El resultado: 3-7. ¡Y qué bien nos lo pasamos!
Entré en el periódico agotada por el estrés. Me senté e intenté relajarme. A las dos y media apareció Alonso con mis dos retoños en ABC, así que les hice un tour turístico y les enseñé las rotativas, los talleres, la redacción...
—Mamá, cómo mola tu cole —dijo Diego —. Lo que más me ha gustado es la cafetería. ¡Qué suerte! Tenéis coca-colas, patatas, ganchitos... Jo, en nuestro cole no hay esas máquinas tan chulas.
Diego, el gran futbolista, decidió que había que celebrar su primer partido y que debíamos ir al Mc Donald`s (¡qué juerga!). Zampamos unas hamburguesas y volví a trabajar.
Por la tarde, (¿he contado que llevo fatal la dieta?) hice con Álvaro un bizcocho de limón y leche frita (súper dietético y digestivo).
El domingo, en mitad de la comida, Álvaro hundió a Alonso en la miseria.
—Papá, sé que eres mi padre, pero no te quiero. —declaró mientras comía los macarrones.
—Emma —dijo Alonso fulminándome con la mirada—, olvídate de tener un tercero. Corremos el riesgo de que salga peor que Álvaro...
—¿En tren? —preguntó Álvaro.
—Sí —contesté para calmarle (con lo terco que es si insisto en que se llama metro y no tren es capaz de ponerse a llorar).
Lo de unirse a las masas es horroroso. El metro a esa hora iba plagado de gente y temí que Álvaro se quedara sin oxígeno o se perdiera entre tanta muchedumbre. Por suerte, un chaval joven se levantó y nos cedió su asiento al ver mi cara de desesperación.
Llegamos al nuevo Palacio de los Deportes y nos sentamos junto a Sandra y sus hijos Lucía y Jorge. A mitad del espectáculo de “Princesas sobre hielo”, de Disney, noté como Diego se tumbaba en el asiento y miraba de reojo a los patinadores.
Salí dispuesta a tomar un taxi y no volver a juntarme con las masas, pero mis niños insistieron e imploraron que volviéramos otra vez en metro. Y una que se deja convencer fácilmente volvió a descender a los túneles de Madrid.
Llegamos a casa agotados. Entre en que el día anterior Manuela celebró su segundo cumpleaños (¡muchas felicidades, preciosa!) y hoy habíamos ido al espectáculo de Disney necesitábamos recargar las pilas.
Alonso aprovechó un momento de soledad con Diego para interrogarle.
—Diego, ¿qué tal lo de los patinadores?
—Papá, no se lo digas a mamá, pero ha sido un rollo... Ese espectáculo sólo sirve para lavar la cabeza a la gente. Hubiera preferido quedarme en casa viendo mis dibujos: Pokémon, Zatch Bell, Naruto...
Oye, el niño tiene gusto, la verdad es que a él lo de las princesas le parecen una mariconez y como a Álvaro no le gusta ir al cine ni ver películas en la tele tampoco se entretuvo mucho, pero aguantó las dos horas. ¡Menos mal que las entradas eran regaladas!
El sábado, tachán, tachán, primer partido de fútbol de Diego contra otro colegio. Yo tenía que trabajar, pero decidí llegar tarde (¡cómo me iba a perder el primer partido de mi primogénito!).
La batalla campal comenzaba a las doce. Diego botaba por nuestra cama desde las ocho de la mañana con los nervios a flor de piel. A las once y media llegamos al campo del colegio y para mi sorpresa comprobé que ya estaban jugando. Histérica me acerqué al entrenador. “Tranquila, Diego juega en el segundo partido”, me explicó Manuel.
En el primer partido ganó el colegio de Diego 8-0. Las expectativas eran optimistas, pero la realidad fue más dura. Los goles empezaron a colarse en nuestra portería, Diego y sus amigos correteaban en grupo alrededor de la pelota, el entrenador gritaba que se separaran, los padres vociferábamos a pleno pulmón... El resultado: 3-7. ¡Y qué bien nos lo pasamos!
Entré en el periódico agotada por el estrés. Me senté e intenté relajarme. A las dos y media apareció Alonso con mis dos retoños en ABC, así que les hice un tour turístico y les enseñé las rotativas, los talleres, la redacción...
—Mamá, cómo mola tu cole —dijo Diego —. Lo que más me ha gustado es la cafetería. ¡Qué suerte! Tenéis coca-colas, patatas, ganchitos... Jo, en nuestro cole no hay esas máquinas tan chulas.
Diego, el gran futbolista, decidió que había que celebrar su primer partido y que debíamos ir al Mc Donald`s (¡qué juerga!). Zampamos unas hamburguesas y volví a trabajar.
Por la tarde, (¿he contado que llevo fatal la dieta?) hice con Álvaro un bizcocho de limón y leche frita (súper dietético y digestivo).
El domingo, en mitad de la comida, Álvaro hundió a Alonso en la miseria.
—Papá, sé que eres mi padre, pero no te quiero. —declaró mientras comía los macarrones.
—Emma —dijo Alonso fulminándome con la mirada—, olvídate de tener un tercero. Corremos el riesgo de que salga peor que Álvaro...
miércoles, marzo 07, 2007
Cumpleaños y amigos
Me rió de mi fase antisocial. El viernes nos invitó a mi abuela Mary a su casa para celebrar su cumpleaños. La convención de primos se alargó hasta las dos y media de la mañana y no solo comimos de maravilla, como es habitual chez Mary, sino que además reímos y rememoramos nuestras andanzas y viejas leyendas urbanas (todo lo que se comentó sobre mí era mentira, pero si así son felices…). A la mañana siguiente llamé para felicitar a mi abuela por el éxito de su fiesta y me mintió. Su frase final la delató
–Ay, Emma, qué pena que el niño de María se pusiera malo. Podríamos habernos quedado más rato. –explicó con voz compungida.
–Abuela, si ya eran más de las dos y media de la mañana… –contesté un poco sorprendida.
Pero me mintió. Al cabo de unos días hablé con María y me relató como la abuela estuvo a punto de irse a la cama porque nosotras no parábamos de cotorrear y ya estaba cansada. Sí, es cierto, se fueron todos los primos salvo nosotras y nuestros respectivos y entre copa y copa, comentario y comentario, no nos percatamos de cómo se iban deslizando las agujas del reloj.
El sábado aprovechamos para vivir al estilo familia telerín. Por la mañana, periódicos, juegos y aperitivo. Y por la tarde, un placentero paseo por la zona peatonal cercana a casa con patines, pelota y nuestras fierecillas.
El domingo, más vida social. Nos sentamos a tomar el aperitivo en el Arturo Soria Plaza con Esther y Cipri mientras los niños jugaban por el parque. Comimos en el Chicago´s (fantástico restaurante porque a las dos actúa un mago y los niños se quedan totalmente abducidos). Diego quería irse a casa de Jorge, Jorge a casa de Diego, Marta también se apuntaba al bombardeo y, como es habitual, Álvaro sólo quería estar conmigo. A duras penas separamos a los amigos inseparables y nos fuimos a ver a Montse y Escuer. Entramos en el búnker. Las persianas bajadas, las puertas cerradas… Pero como éramos multitud decidieron que corriera el aire y dejaron que la luz se colara por las ventanas. Pensé que nos iban a adjudicar a cada uno un bate de béisbol para golpear a quien osara colarse en la mansión, pero tampoco era para tanto (oye, aunque a mí me hubiera hecho ilusión). Escuer, que aún está en fase de mentalización ante su futura paternidad, intentó relajarse con los niños, pero todavía tiene mucho que aprender (ay, amigo, ¡lo que vas a sufrir con tus dos retoños!).
De nuevo en casa, coloqué a mis niños sus delantales y sus gorros de cocina y preparamos un delicioso puding (se me quemó un poco el caramelo, ¡cachis!). Duchas, baños y niños, a la cama.
Me senté agotada, como todo los domingos, y los nervios se me ataron al estómago. Claro, los lunes tengo que ir a trabajar y ver a mi jefe y aguantar mi ira… ¿Por qué no seré rica?
–Ay, Emma, qué pena que el niño de María se pusiera malo. Podríamos habernos quedado más rato. –explicó con voz compungida.
–Abuela, si ya eran más de las dos y media de la mañana… –contesté un poco sorprendida.
Pero me mintió. Al cabo de unos días hablé con María y me relató como la abuela estuvo a punto de irse a la cama porque nosotras no parábamos de cotorrear y ya estaba cansada. Sí, es cierto, se fueron todos los primos salvo nosotras y nuestros respectivos y entre copa y copa, comentario y comentario, no nos percatamos de cómo se iban deslizando las agujas del reloj.
El sábado aprovechamos para vivir al estilo familia telerín. Por la mañana, periódicos, juegos y aperitivo. Y por la tarde, un placentero paseo por la zona peatonal cercana a casa con patines, pelota y nuestras fierecillas.
El domingo, más vida social. Nos sentamos a tomar el aperitivo en el Arturo Soria Plaza con Esther y Cipri mientras los niños jugaban por el parque. Comimos en el Chicago´s (fantástico restaurante porque a las dos actúa un mago y los niños se quedan totalmente abducidos). Diego quería irse a casa de Jorge, Jorge a casa de Diego, Marta también se apuntaba al bombardeo y, como es habitual, Álvaro sólo quería estar conmigo. A duras penas separamos a los amigos inseparables y nos fuimos a ver a Montse y Escuer. Entramos en el búnker. Las persianas bajadas, las puertas cerradas… Pero como éramos multitud decidieron que corriera el aire y dejaron que la luz se colara por las ventanas. Pensé que nos iban a adjudicar a cada uno un bate de béisbol para golpear a quien osara colarse en la mansión, pero tampoco era para tanto (oye, aunque a mí me hubiera hecho ilusión). Escuer, que aún está en fase de mentalización ante su futura paternidad, intentó relajarse con los niños, pero todavía tiene mucho que aprender (ay, amigo, ¡lo que vas a sufrir con tus dos retoños!).
De nuevo en casa, coloqué a mis niños sus delantales y sus gorros de cocina y preparamos un delicioso puding (se me quemó un poco el caramelo, ¡cachis!). Duchas, baños y niños, a la cama.
Me senté agotada, como todo los domingos, y los nervios se me ataron al estómago. Claro, los lunes tengo que ir a trabajar y ver a mi jefe y aguantar mi ira… ¿Por qué no seré rica?
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