-¡Mamá, yo quiero un conejo! -sollozó Jorge.
-¡Mamá, yo quiero un cactus! -suplicó Álvaro.
-¡Mamá, yo quiero una tortuga! -gritó Lucía.
-¡Mamá, yo quiero un hurón! -exclamó Diego.
Y las mamás (Sandra y yo) rogamos a una fuerza divina que nos transformara en petunias y desapareciéramos entre el verdor de "Fronda", el vivero donde acudimos para replantar nuestros jardines castigados por el caluroso verano.
-¡¡Mamá!! -gritó alguno.
Y noté como el pelo de Sandra empezaba a tomar un tono verdusco y que de mis dedos surgían unas leves flores. Antes de la transformación, decidimos salir de allí. Ningún animal nos acompañó (¡bastante teníamos con nuestras fieras!) pero sí dos cactus (¡cualquiera convence a Álvaro!).
-¿Qué hacemos? -me preguntó Sandra entre calada y calada. El runrún de los niños se escuchaba de fondo: ¿Nos vamos al cine?, ¿nos vamos a la bolera?, ¿vamos a comprar cromos?, ay, Jorge me está pegando, que yo no he sido, me he pinchado con el cactus...
-¡¡Al coche!! -grité presa de una ataque de nervios clorofílico- Quedamos todos en mi casa. Que nadie rechiste, que nadie grite o...
Y por un segundo reinó el silencio.
La tarde-noche se esfumó entre gritos, risas, hamburguesas, fútbol en el jardín y súplicas (¿podemos quedarnos a dormir?).
-Emma, la próxima vez quedamos sin niños -sugirió Sandra al desperdirse con su color verdusco.
-Sí, y con unas cuantas botellas de vino -contesté mientras masticaba un pétalo de flor que me había salido por la nariz.
-Sí, sí... - Asintió Alonso que observaba alucinado nuestro estado botánico.
Has calcado la tarde del sábado!!! De todas maneras, lo pasamos muy bien así que como, somos masocas, hay que repetirlo! Un beso enorme. San
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