domingo, marzo 21, 2010

Un placer primaveral: el Monasterio de Piedra

El lago del espejo

Desde que se modificó la matriculación de los coches, en mis viajes no puedo evitar obsesionarme con localizar los toros de Osborne y los silos (almacenes de trigo, cebada...) que plagan nuestras carreteras. Incluso, de vez en cuando, tengo un brote de sentimentalismo infantil, apago la radio y canto "cuando Fernando Séptimo usaba paletó, paletó..." o juego al veo-veo (mis hombres ya están acostumbrados y hacen de segundas voces).
Tras acabar la semana con una microrrotura fibrilar (Diego), las judías verdes quemadas, el pintor a punto de fallecer sobre la mesa de mi salón y otros pequeños percances, mi cuerpo reclamó una escapada, un huir hacia delante sin volver la vista atrás.
Alonso miró el tiempo.
-Parece que el sábado no va a llover.
-Pues nos vamos de excursión... -sentencié feliz al ver que las mimosas (¡me encantan!) habían florecido.
-Si quieres podemos ir a Sigüenza y a...
-No, nos vamos al Monasterio de Piedra que con todo lo que ha llovido este año tiene que estar precioso.
-Tú mandas, querida...



A primera hora del sábado, los niños subieron al coche con sus mochilas cargadas de cuadernos para dibujar las cascadas del Monasterio, sus cámaras de fotos y mucha emoción.
Allí, las plantas y flores despertaron los olores primaverales, el sonido del agua invitaba a desnudarse y lanzarse a nadar por las pozas y cataratas, la cueva misteriosa nos descubrió los secretos de la "cola de caballo" y la gruta, a soñar con Jack Sparrow y sus compinches... Las rachas de viento truncaron la exhibición de rapaces, pero pudimos observar el descenso en picado del águila real. En el lago de los espejos las truchas se escondían entre las algas...
-¡Qué sitio más maravilloso!- gritaron mis hijos.
Y un puñetazo de felicidad me golpeó con tanta fuerza que me hizo tambalear.

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