“Son riquísimos, son una monada, me los comería a besos…” Estas expresiones salen de mi boca con una frecuencia diaria. Aunque hay días, aún no sé por qué, que mi efusión cariñosa se disimula un poco. Y claro, la culpa es de ellos o de su edad o de su sinceridad. Por ejemplo, hoy sin ir más lejos, al llegar a casa Ana me ha contado la primera trastada de Álvaro: se ha encerrado en el baño con el pestillo y durante diez minutos ha sido incapaz de abrir la puerta. Tras los consejos de Diego, ha conseguido salir airoso. Pacientemente me he sentado a hablar con él y le he explicado que si vuelve a encerrarse y llega el lobo no podría ayudarle. Aterrado, me ha contestado que nunca más volvería a hacerlo. Al cabo de unos minutos, me ha enseñado sus nuevas dotes para descender las escaleras cabeza abajo.
Resignada, les he bañado y he repasado por decimoquinta vez la tabla de multiplicar del cuatro con Diego (¡qué tortura!). La cena discurría tranquila –con los gritos sintonizados de “¡no quiero puré!” – y he comenzado mi interrogatorio escolar.
–Álvaro, ¿qué has hecho hoy en el cole? –he preguntado con una amplia sonrisa.
–He pintado pedos.
–Venga, Álvaro, ¿cuéntame qué has pintado?
–Pedos y cacas.
–Vale, y qué has comido.
–Pis y caca.
Agotada por su fase escatológica y mi diálogo de besugos, he preguntado a Diego.
–Y tú, Diego, ¿qué tal?
–Todo bien. Por cierto, mamá, a ver si adelgazas un poco. Te pareces a un elefante.
He repasado mentalmente la tabla de multiplicar del cuatro para relajarme y me he salido a la terraza a fumar un cigarro y a expulsar con cada calada mi mala leche.
–¡Mamá, ven con nosotros! ¡Y no fumes que te vas a morir! –gritaron los dos al unísono.
De nuevo en la cocina, me han mirado con cara extrañada.
–¿Qué te ocurre, mamá?
“Capullos, no sólo me llamáis gorda sino que además me torturáis con respuestas escatológicas y ni siquiera me dejáis fumar un cigarro sin remordimientos de conciencia”, he pensado furiosamente.
–Nada, chicos, que os quiero mucho. Tomaros las natillas y así os leo los cuentos.
“Sí, Álvaro, el cuento de Caperucita y el del Soldadito de Plomo que te leo desde hace más de tres meses, que me sé de memoria y que te debo repetir cada noche porque sino no te duermes. Ah! Y a colocar los cincuenta coches en la cama, y poner la luz de Winnie the Pooh, y a darte quince veces agua. Y a ti Diego, a leerte los cuarenta nombres incomprensibles de los Pokemon, y a repasar de nuevo las tablas de multiplicar”
–¿Os habéis lavado los dientes? –he preguntado como una autómata.
–Sí, mamá –ha contestado Álvaro–. ¿Sabes una cosa?
–¿Qué?
–Eres la mamá más guapa.
–Mamá, en eso tiene razón Álvaro– ha asentido Diego.
Después de toda la ceremonia para que se durmieran, los he devorado a besos. Juan Fran ha subido para desearles buenas noches, pero al final sólo ha podido besar a Diego porque Álvaro, muy educado él, le ha expulsado con una amorosa frase: “Papá, caca, vete de aquí”. Una vez dormidos, hemos bajado sonrientes y he pensado “son riquísimos, son una monada, me los comería a besos…”
martes, octubre 17, 2006
Mis fieras
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