–Mamá, no puedo dormir. –explicó Diego a las once de la noche –Estoy muy nervioso.
–Cielo, venga duérmete que mañana nos tenemos que levantar pronto. –le dije con media sonrisa.
–¡Es que me apetece tanto ir al desfile militar!
A primera hora de la mañana, Diego y Álvaro –con sus cincuenta coches, por supuesto– botaban encima de mi cabeza para que me levantara. A las diez nos sumergimos en el metro como auténticos paletos.
–¡Mamá, tren! –gritaba Álvaro emocionado.
El metro poco a poco se fue llenando y la mayor parte nos bajamos en Velázquez. La Castellana estaba invadida y los policías nos dirigían hacia el paseo de Recoletos. Al llegar me desanimé: “Chicos, no vamos a ver nada. Tendríamos que haber traído un escalera”, comenté. Lo pensé seriamente y casi me da un ataque de risa. ¡Sólo me faltaba ir en metro con mis dos fieras y con unas escaleras!
Diego, muy decidido, se fue colando y llegó hasta la primera fila. Álvaro quiso seguir sus pasos, pero no le dejé. Finalmente, le subí sobre mis hombros para que pudiera admirar los tanques, los caballos y la cabra de la legión. Después de dos horas con Álvaro sobre mis hombros noté que yo había menguado.
El sábado se nos ocurrió la genial idea de ir a Faunia. Allí quedamos mi prima María, Víctor, nosotros y los cuatro churumbeles. Tras esperar una hora de cola, entramos en el parque temático. Todo Madrid y las autonomías adyacentes contemplaban los animalitos.
-¡Qué originales hemos sido! –comentaron los maridos con cara de desesperación.
Al final, visto el panorama, decidimos ver los pingüinos, los murciélagos, el espectáculo de las focas y la selva tropical. Parecen pocas cosas, pero con la multitud de humanoides que nos rodeaba nos llevó todo el día. Después de la cola para comer un trozo de pizza (una hora), la cola de los helados (media hora) y la cola para pagar unos peluches –murciélagos, claro está-, salimos pitando del parque. El juego fue divertido: de cola en cola y animalito que me toca.
El domingo no era capaz de despegarme de las sábanas. Los niños, raro en ellos, se entretuvieron toda la mañana jugando en el jardín –es decir, encharcando la tierra y cocinando con el barro–. Por la tarde, nuestro paseo habitual al parque y un dietético helado (fuerza de voluntad, ¿dónde estás?), pero esta vez súper acompañados por Roberto, Virginia (con mi ahijada dentro de su tripa) y Manuela. ¡Una delicia!
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