Mi amado Alonso me acompañó un día a Ikea y juró que nunca más volvería.
–Y además de pagar tengo que montar yo las cinco estanterías. ¡Pues menudo negocio! Y encima hemos recorrido tres kilómetros por Ikea. –exclamó mientras metíamos los bártulos en el maletero.
Apacigüé mi mal humor, esperé a que se fuera a trabajar y monté las estanterías para no aguantar sus enfados. Desde entonces ha mantenido su promesa e Ikea es sólo mi territorio.
Después de pintar el cuarto de Álvaro (¡qué mono me ha quedado!), me fui a Ikea y compré una estantería. Tuvo su gracia. Llegué al almacén y cuando cogí el enorme paquete me dio un ataque de risa. Un amable operario se acercó hasta mí pensando que me iba a desmayar por falta de oxígeno en el cerebro y me preguntó si me pasaba algo.
–Bueno, tengo un problema. Quiero comprar esta estantería, pero soy incapaz de cogerla y ponerla en el carro. En cuanto elevo el paquete el carro se desliza y llevo así más de quince minutos.
El amable caballero sacó músculo y depositó la estantería sobre el carro.
–Mil gracias –agradecí al fornido operario.
Pagué y me fui al parking. ¡Dios mío!, pensé, y ahora cómo meto la estantería en el coche. Desesperada encendí un cigarro y esperé hasta que pasó un alma cándida. Puse cara de pena –a las mujeres se nos da genial y siempre funciona – y me acerqué al angelito.
–Ay, disculpa, ¿me podrías ayudar a colocar este paquete en el maletero? Llevo aquí un buen rato y me considero incapaz –supliqué con mi cara de pena.
–Sí, claro, cómo no.
Fui buena y le ayudé.
–Muchísimas gracias. –exclamé con mi cara de santa mujer.
–De nada.
A duras penas cerré el maletero y me fui a trabajar con el coche cargado. Al llegar a casa, Ana me ayudó a sacar la estantería y el viernes a primera hora –aprovechando que gracias a mi "adorado" jefe no trabajaba– me dispuse a montar la obra de ingeniería.
Todo iba bien hasta que me di cuenta de que faltaba un tornillo. ¡Mierda!, grité dándole un sorbo a mi coca-cola light para mitigar los sudores. El drama surgió a los cinco minutos: ¡me faltaban 16 tornillos!
Desesperada llamé a Ikea. La solución fue la temida “lo mejor será que acuda a su centro y allí le facilitarán las piezas que le faltan”.
Cogí le coche y acudí al centro comercial tan odiado por mi marido.
-¿Qué desea? –preguntó un amable dependiente.
–Me faltan muchos tornillos –expliqué conteniendo la risa (¡seguro que se pensó que estaba chalada y que me faltaban un centenar de tornillos).
Volví con mis tornillos y terminé mi estilosa estantería. Oye, que me ha quedado muy mona.
Alonso llegó de Austria, subió al cuarto de Álvaro y no fue capaz de contener la emoción.
-¡Qué maravilla! Si parece un cuarto nuevo. Menuda paliza te has dado.
Si él supiera...
(¿Verdad que me merezco el tercero?)
No hay comentarios:
Publicar un comentario