De mis propósitos de principio de año sólo estoy cumpliendo uno: el régimen. Aunque le aplico alguna clausulas de excepción. Es decir, fines de semana y fiestas de guardar están exentas del suplicio de la dieta. Lo del inglés lo he aparcado hasta después de verano. No es por excusarme, pero hasta septiembre no comienza el curso de principiantes y como no me quería estresar con un grupo superior (narices, qué es puro ocio) he decidido aguantar hasta entonces. Y lo de fumar es incompatible con el régimen. Así que ahí ando con mis vicios.
Mis retoños han decidido ayudarme con la dieta y el sábado me arrastraron hasta el Juan Carlos I para patinar. Me hice la loca y les expliqués que se me habían olvidado mis patines, pero, aún así, tuvimos que correr detrás de ellos para que no se rompieran los dientes (sobre todo Diego, que ya no tiene los de leche y el dentista cuesta un dineral).
El domingo, agotada, invité a mi madre y mi abuela a degustar mi sabroso cocido. Entre garbanzo y garbanzo nos ventilamos una botella de vino (del bueno, que lo trajo mi madre y por una vez no estaba picado). El sopor me estaba dominando cuando de pronto sonó la campana. “Emma, soy la madre de Daniel. Había pensado llevarme esta tarde a Daniel y a Diego al cine. ¿Te parece bien?” Asentí rápidamente. Cuando se fueron los invitados y Diego, coloqué la cocina, abracé a Álvaro y le dije: “cielo, ahora tú y yo, mientras papá trabaja un poco, nos vamos a poner una peli”. Al cabo de media hora ambos roncábamos con el sonido de la película de fondo.
El lunes los peques no tenían cole y nosotros tampoco trabajábamos así que metimos el trineo en el coche y nos aventuramos a la Morcuera. Una maravilla. Más nieve que nunca y nadie para darnos la lata. Nos deslizamos por el trineo (yo lo intenté, pero no sé por qué conmigo no podía. Estoy exagerando, que quede claro) y nos lanzamos bolas de nieve. Después de una hora, Álvaro me rogó que fuéramos al coche “hace frío, mamá, es invierno”. Y Diego y Juan Fran pasearon por las blancas montañas.
Al volver, paramos en Manzanares el Real, admiramos el castillo y degustamos un sabroso chuletón guadarrameño (no hace falta explicar que me salté el régimen). El cansancio se reflejaba en la cara de Alonso. Así que lo dejamos en casa para que durmiera su merecida siesta y mis churumbeles y yo nos fuimos a ver a Manuela y Cayetana. Vale, también vimos a Roberto y Virginia, pero sobre todo íbamos a admirar a mis sobrinas (je, je). De camino a casa, recogimos a mi padre que fardó como un loco de la medalla de plata que había conseguido en el Campeonato de España de Natación. Y sin darnos cuenta finalizó nuestro relajante fin de semana.
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