Enero y febrero son mis meses más antisociales. Será por la saturación de fiestas y cenas navideñas o por el frío y desapacible invierno. No sé. Sin embargo, que mi Alonso parta de viaje es explotado por todos los miembros de mi familia.
El viernes, como todos lo que libro, le tocó el turno a Diego e invitó a Alejandro y David a casa. El cuarto de estar terminó plagado de palomitas y regado de risas y buen humor. Me animó tanto que al final decidí organizar una cena el sábado. Mandé un mensaje a mis chicas del colegio: “Mañana cena de mujeres en casa. Os espero a las 10”.
El sábado salté de la cama a toda velocidad. Diego tenía piscina. Cuando vi a Cristina, la profe de natación de mis retoños, le comenté que el domingo la iba a echar de menos ya que es el único día que me libro de ir a la piscina. Volvimos a casa, recogimos y nos fuimos corriendo a casa de mi hermano. A las dos acudimos a la Sexta Avenida para comer en Gino’s. Una hora después conseguimos mesa. Los niños estaban muertos de hambre: Manuela deslizaba sus manos nerviosamente por su cara reclamando sus espaguetis, Diego lloraba y suplicaba que le trajeran la pizza y Álvaro escondía su llanto de estómago vacío bajo el mantel. Mientras, Cayetana dormía plácidamente en su sillita. Por fin, después de media hora llegó la anhelada comida y zamparon a una velocidad inusitada. “A partir de ahora voy a dar de comer a Manuela dos horas más tarde para que se coma todo”, comentó Virginia una vez que los ánimos se habían calmado. Después, un ratito al parque y vuelta a casa para organizar la cena.
Fallé. Dejé a mis peques ver un poco la tele para preparar la tarta tatín y en cuestión de segundos Álvaro se durmió. No, grité desesperada. Intenté espabilarlo, pero no hubo forma. Rendida le puse el pijama, le subí a la cama y le di un biberón entre sueño y sueño. Mañana se despertará a las seis y media, pensé horrorizada.
Las invitadas llegaron a su hora (bueno, veinte minutos tarde pero conociendo a Blanca veinte minutos es ser puntual) y plagadas de regalos para los niños.
Diego ejerció de camarero y justo cuando se iba a dormir apareció Álvaro con cara somnolienta y perplejo por la ebullición que se vivía en el salón. Para ellos fue como un día de reyes: abrieron sus regalos, jugaron tranquilamente y aguantaron hasta la una de la mañana.
Nosotras alargamos la velada hasta las cuatro. Zampamos y elogiaron mis delicias culinarias, bebimos un refrescante vino, hablamos, comentamos, rumoreamos, criticamos, reímos y brindamos.
El domingo amanecí a las once de la mañana rodeada de mis churumbeles. Hoy, de dominguers, les sugerí al oído. Y ellos felices. Sacaron de nuevo sus juguetes, sus pinturas y dejaron que las horas pasaran sigilosamente. Abrí la nevera y me espanté al ver toda la comida que había sobrado. Hallé la solución. “Mamá, os invito a comer restos”, ordené desesperada. A las tres aparecieron mi madre y mi abuela con el babero atado al cuello. Mi abuela no se fue muy contenta. A mí esta comida tan moderna no me convence, comentó con una sinceridad aplastante. Pues yo me he comido de maravilla, dijo mi madre con gran educación. Y como dice el refrán “indio comido, indio ido”. Así que mis retoños y yo dormimos una reparadora siesta con la película “Cars” como banda onírica. Qué maravilloso y agotador fin de semana… Y eso que estoy en mi fase antisocial.
lunes, febrero 26, 2007
¿Fase antisocial?
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario