La fase ninja de Diego y sus amigos nos traen a todos de cabeza. Su diversión actual consiste en pegarse como los ninjas, aplicar las técnicas de Naruto y los ataques de los pokemony cada día termina uno llorando. Diego, la semana pasada, apareció con toda la cara marcada por los arañazos de David, a Daniel le dio Pablo una patada en sus partes… Lo mejor de todo es que sólo se zurran los que son amigos. Vamos, que no son técnicas que utilicen con sus “enemigos”.
El miércoles en plena discusión por ver qué pokemon tenía más fuerza, Diego recibió dos collejas, se levantó y empezó a pelearse con Rubén. “Diego estate quieto”, gritó la madre de Rubén sin darle la mayor importancia. Ana corrió a ver qué ocurría y Diego empezó a llorar. Ana se acercó al grupo de padres para ver qué había sucedido. Nada especial, que se estaban pegando, como siempre, comentó la madre de Rubén. Diego dice que Rubén y David le han dado dos collejas, dijo Ana mientras consolaba a Diego. De pronto, el padre de David, armario de dos metros y con doble capacidad para su gilipollez, empezó a vociferar a Diego y a Ana, les llamó mentirosos, les insultó y aseguró que su hijo era perfecto, que nunca mentía, que nunca pegaba, que era el mejor de todos… Mamá, me he sentido como una hormiga pisoteada por el padre de David, me lloró Diego a través del teléfono. Indignada y molesta, hablé con el resto de las madres que habían estado esa tarde en el colegio y todas coincidieron: “Emma, ha sido horroroso. El padre de David ha perdido los papeles, ha empezado a gritar y perdóname pero me he quedado tan paralizada que no he sabido actuar”.
El viernes acudí al colegio para intentar zanjar el problema. Vi al gilipollas en mitad del patio del colegio.
–Diego, vete a jugar con tus amigos, que tengo que hablar –dije mientras me acercaba al padre de David – Buenos días, Óscar (nombre ficticio para evitarme problemas), soy la madre de Diego y quería hablar contigo sobre lo sucedido el miércoles.
–Ah, ¿sí?
–Sí, simplemente quería decirte que estoy molesta con lo que ocurrió.
–¿¿Qué?? –empezó a gritar como un ordinario, acercando su cara a la mía y sin respetar mi espacio vital. – Antes de insultarme tendrás que oír mi versión.
–Perdona, yo no te he insultado, simplemente te he dicho que estaba molesta porque creo que tú no eres quien para insultar a mi hijo y a su cuidadora. Creo que nosotros como adultos no debemos crear conflictos entre los niños, y si tienes algún problema lo debes hablar conmigo. Además, Diego en ningún momento pegó a tu hijo. Así que no entiendo tu actitud.
Sus gritos empezaron a escucharse por todo el patio del colegio. Calmadamente le ofrecí un papel con todos mis teléfonos apuntados y él lo rechazó con la mano. De pronto, sentí que me estaba avasallando y por ahí no iba a pasar.
–Óscar, por favor, baja el tono. No tienes que gritarme.
–Te grito porque me has insultado. Además tu hijo es un mentiroso, el mío no miente nunca y jamás pega.
–Pues será el único. Veo que tu hijo es perfecto, el mío no, Diego tiene imperfecciones al igual que yo, y para eso estamos mi marido y yo, para educarle, y no voy a permitir que mi hijo esté toda la tarde llorando y sofocado por tus gritos y que la cuidadora no haya dormido en toda la noche.
–Tú a mí no me llamas mentiroso y no tergiverses mis palabras… –gritó durante diez minutos cientos de palabras mientras su saliva salpicaba mis gafas de sol.
–Óscar, de todas formas, no me parece normal que tu hijo esté escuchando esta discusión.
–Pues si la está escuchando es por tu culpa. Haberme llevado a un rincón y así el niño no estaría aquí. Además, mi hijo es muy adulto y puede escuchar todo…–siguió vociferando.
Dios mío, este hombre está loco, pensé mientras mis manos temblaban pero con energías más que suficientes para defenderme. Vamos, si le llevo a un rincón me parte la cara.
Aguanté media hora sus gritos y falta de educación.
–Óscar, yo sólo he venido a decirte que si tienes algún problema que me llames, que no involucres a los niños.
Él se giró e intentó zanjar la conversación. Pero le llamé.
–Por favor, Óscar, vamos a darnos la mano y olvidar este asunto. –le dije mientras le tendía la mano. Porque ante todo yo iba a quedar como una señora.
Según se fue se acercó la madre de Daniel con la cara lívida.
–Emma, qué horror, no he escuchado la conversación, pero con ver la actitud que tenía ese hombre hacia ti… Te tenía aprisionada.
–Déjalo, Marta, intentad no tenerlo en cuenta, pero te juro que estoy atacada de los nervios: me tiemblan las manos y se me ha hecho un nudo en el estómago. Y pensar que ese gilipollas ha gritado a Diego…
Me fui con los niños a la piscina e intenté relajarme. El domingo (más adelante lo contaré) fuimos a una competición ciclista y las madres de Alejandro y Jaime me mostraron su apoyo y su indignación con el gilipollas.
Ay, qué mal lo pasé, creo que jamás nadie me ha gritado como ese sinvergüenza. ¡Pobre David, su hijo!
El miércoles en plena discusión por ver qué pokemon tenía más fuerza, Diego recibió dos collejas, se levantó y empezó a pelearse con Rubén. “Diego estate quieto”, gritó la madre de Rubén sin darle la mayor importancia. Ana corrió a ver qué ocurría y Diego empezó a llorar. Ana se acercó al grupo de padres para ver qué había sucedido. Nada especial, que se estaban pegando, como siempre, comentó la madre de Rubén. Diego dice que Rubén y David le han dado dos collejas, dijo Ana mientras consolaba a Diego. De pronto, el padre de David, armario de dos metros y con doble capacidad para su gilipollez, empezó a vociferar a Diego y a Ana, les llamó mentirosos, les insultó y aseguró que su hijo era perfecto, que nunca mentía, que nunca pegaba, que era el mejor de todos… Mamá, me he sentido como una hormiga pisoteada por el padre de David, me lloró Diego a través del teléfono. Indignada y molesta, hablé con el resto de las madres que habían estado esa tarde en el colegio y todas coincidieron: “Emma, ha sido horroroso. El padre de David ha perdido los papeles, ha empezado a gritar y perdóname pero me he quedado tan paralizada que no he sabido actuar”.
El viernes acudí al colegio para intentar zanjar el problema. Vi al gilipollas en mitad del patio del colegio.
–Diego, vete a jugar con tus amigos, que tengo que hablar –dije mientras me acercaba al padre de David – Buenos días, Óscar (nombre ficticio para evitarme problemas), soy la madre de Diego y quería hablar contigo sobre lo sucedido el miércoles.
–Ah, ¿sí?
–Sí, simplemente quería decirte que estoy molesta con lo que ocurrió.
–¿¿Qué?? –empezó a gritar como un ordinario, acercando su cara a la mía y sin respetar mi espacio vital. – Antes de insultarme tendrás que oír mi versión.
–Perdona, yo no te he insultado, simplemente te he dicho que estaba molesta porque creo que tú no eres quien para insultar a mi hijo y a su cuidadora. Creo que nosotros como adultos no debemos crear conflictos entre los niños, y si tienes algún problema lo debes hablar conmigo. Además, Diego en ningún momento pegó a tu hijo. Así que no entiendo tu actitud.
Sus gritos empezaron a escucharse por todo el patio del colegio. Calmadamente le ofrecí un papel con todos mis teléfonos apuntados y él lo rechazó con la mano. De pronto, sentí que me estaba avasallando y por ahí no iba a pasar.
–Óscar, por favor, baja el tono. No tienes que gritarme.
–Te grito porque me has insultado. Además tu hijo es un mentiroso, el mío no miente nunca y jamás pega.
–Pues será el único. Veo que tu hijo es perfecto, el mío no, Diego tiene imperfecciones al igual que yo, y para eso estamos mi marido y yo, para educarle, y no voy a permitir que mi hijo esté toda la tarde llorando y sofocado por tus gritos y que la cuidadora no haya dormido en toda la noche.
–Tú a mí no me llamas mentiroso y no tergiverses mis palabras… –gritó durante diez minutos cientos de palabras mientras su saliva salpicaba mis gafas de sol.
–Óscar, de todas formas, no me parece normal que tu hijo esté escuchando esta discusión.
–Pues si la está escuchando es por tu culpa. Haberme llevado a un rincón y así el niño no estaría aquí. Además, mi hijo es muy adulto y puede escuchar todo…–siguió vociferando.
Dios mío, este hombre está loco, pensé mientras mis manos temblaban pero con energías más que suficientes para defenderme. Vamos, si le llevo a un rincón me parte la cara.
Aguanté media hora sus gritos y falta de educación.
–Óscar, yo sólo he venido a decirte que si tienes algún problema que me llames, que no involucres a los niños.
Él se giró e intentó zanjar la conversación. Pero le llamé.
–Por favor, Óscar, vamos a darnos la mano y olvidar este asunto. –le dije mientras le tendía la mano. Porque ante todo yo iba a quedar como una señora.
Según se fue se acercó la madre de Daniel con la cara lívida.
–Emma, qué horror, no he escuchado la conversación, pero con ver la actitud que tenía ese hombre hacia ti… Te tenía aprisionada.
–Déjalo, Marta, intentad no tenerlo en cuenta, pero te juro que estoy atacada de los nervios: me tiemblan las manos y se me ha hecho un nudo en el estómago. Y pensar que ese gilipollas ha gritado a Diego…
Me fui con los niños a la piscina e intenté relajarme. El domingo (más adelante lo contaré) fuimos a una competición ciclista y las madres de Alejandro y Jaime me mostraron su apoyo y su indignación con el gilipollas.
Ay, qué mal lo pasé, creo que jamás nadie me ha gritado como ese sinvergüenza. ¡Pobre David, su hijo!
la que deberias aprender karate eres tu no el pobre de Diego que con nadar tiene suficiente. O yo que soy mayor y si doy una patada en salva sean sus partes puede achacarse a demencia senil
ResponderEliminarPapá, no me parece mala idea, sobre todo si eres tú quien aniquila sus partes masculinas, que yo tengo que quedar como una fina damisela. Ah! y me encanta que hayas puesto un comentario. ¿Te has creado un blog? Besitos...
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