La batalla del duende bueno (en cursiva) y el duende malo (en negrita) agotan las pocas neuronas que aún persisten en mi cerebro. El 23 de diciembre, a primera hora de la mañana, incité a mis niños para ir a la Plaza Mayor de Madrid. ¡Bien!, gritaron. Cogimos el metro, paramos en Sol y anduvimos hasta la plaza. De allí, al mercadillo de bromas, a tomar un bocadillo de calamares (¡es lo típico de esta zona!, insistí a mis infantes), al Ayuntamiento, a la catedral de la Almudena, al Palacio Real, al parque de Sabatini (o del Moro, para los castizos, entre los que me incluyo), al parque de Rosales, a Malevos (local de mi hermano, donde me tenían reservados unos confit de pato para mi cena de Nochebuena) y a Alberto Aguilera para coger el metro. Cuatro horas andando sin parar y con el pobre Alvarete agotado de tanto caminar.
Tú estás loca, mala madre, vas a acabar con tus hijos, rugió mi duende malo.
Qué exagerado, sólo has caminado cinco kilómetros, además, el ejercicio nunca es malo, exclamó mi duende bueno.
Derrengados, llegamos a casa, descansamos media hora y partimos hacia la piscina. Tras una hora de natación (no sé de dónde sacaron fuerzas) nos fuimos con Daniel y su madre a tomar unas hamburguesas. A las nueve, reptando, volvimos a casa.
Mi intención nocturna era muy optimista, me puse el despertador, sonó a las siete, pero tras un manotazo somnoliento dejó de gritar.
-Dios mío, son las diez y media -aullé al despertar.
-¿Y? -preguntó mi Alonso legañoso.
-Que esta noche es Nochebuena y tengo mil cosas que hacer... -macullé desesperada.
Mi amado percibió mi estrés y se llevó a los niños a patinar. Aproveché para organizar mi menú navideño.
Langostinos, cocidos por mí (¿por qué no los has comprado cocidos? porque a su madre le gustan recién hechos), paté de hígado de pato (¿por qué no lo has comprado elaborado?, porque a Pepe y Diego les gusta el que yo hago), cebolla confitada (la de lata está buenísima, sí, pero mi padre no me lo perdonaría...), pastelitos de puré de patata (¿no serían mejores unas patatas congeladas?, no, puñetero duende malo, que en casa de Emma sólo se toman cosa elaboradas con cariño). Y así toda la mañana, cocinando y batallando con mi duende malo y mi duende bueno.
Por la tarde el estrés era latente. Alonso se llevó a los niños al cine y aproveché para decorar la casa (¡qué mona me quedó!), envolver los regalos y empezar con la restauración de mi cara (huy, lo que me costó. ¡Claro, tanto tiempo cocinando es lo que tiene..., gritó mi duende malo).
La casa estaba perfecta, la mesa para nueve invitados lucía sus velas y adornos navideños, el jardín mostraba sus árboles con sus luces navideñas... Incluso, tras arreglar a los niños, me dio tiempo a alisarme el pelo y pintarme mi sombra de ojos plateada (estás guapísima, exclamó mi duende bueno. No es para tanto..., susurró el pernicioso duende malo). Y no sé quién tendría razón, pero la cena fue un éxito, mis niños disfrutaron con sus regalos, yo, aunque agotada, gocé con la felicidad del resto, con el champán, con los regalos, con las risas, con los guiños... ¡¡Feliz Navidad a todos!!
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