Me despierto contenta. El optimismo fluye por las venas. Las preocupaciones son banales: organizar la visita de amigos a León, decidir los entrantes de la comunión de Diego, batallar con la dermatitis de Álvaro... El día transcurre con fluidez. A las siete, los deberes. Ring, ring, suena el teléfono. Es mi Alonso, compruebo antes de descolgar. Su saludo frío me preocupa.
-¿Qué ocurre, cielo?
-Ya está hecho.
-¿El qué?
-La empresa...
-¿Qué ocurre con la empresa?
-Presenta mañana el ERE.
Y en una fracción de segundo siento como el pánico me hiela.
-Pero... -balbuceo.
-No sé más, Emma. Ahora hablamos en casa...
Diego percibe mi preocupación.
-¿Qué ocurre, mamá?
-Nada. Tú tranquilo.
-No, cuéntamelo.
-No es nada, solo que hay algunos problemas en el trabajo...
El teléfono suena unas cuantas veces. La información vuela. La cabeza no para de pensar. El corazón se resiente y los pilares se empiezan a tambalear.
La noche se esfuma entre sueños extraños.
Al día siguiente me recibe en el periódico un puñetazo de desilusión que me golpea con fuerza. Los corrillos se multiplican por los pasillos. Los rumores se filtran por cada esquina. El ánimo repta sin fuerzas por el suelo. Y la ametralladora de preguntas no para de disparar: ¿te has enterado?, ¿cómo estás?, ¿qué opinas?, ¿a qué hora es la asamblea?...
Cada vez me siento más cansada, más derrotada... Y aún falta lo peor: un mes de negociación, de movilizaciones, de tristeza, de pena, de información real, de rumores falsos... Después, cualquier día, tal vez, suene el teléfono y escuche: Emma, por favor, baja al despacho de Recurso Humanos, tenemos que hablar contigo... O no.
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