Me miro al espejo y no me reconozco. ¿Seré yo? Mi imagen ha cambiado, se ha rejuvenecido, luce una belleza innata (ay, qué modesta soy). Sí, soy yo. ¡Ya era hora!
Todo tiene su explicación. Esta mañana, cuando he cerrado la puerta y mis chicos se han ido, he decidido mimarme. Mi rostro tras la paliza de la cocina lo necesitaba. En el baño he preparado mi salón de belleza (que en esto también ahorro, así que Alonso no te quejes de mis despilfarros...) y he empezado con el pelo, que después de la bolsa de Carrefour estaba traumatizado. Me he aplicado el tinte y me he envuelto la cabeza en papel de plata (¿por qué, por qué?, preguntaba la melena). Mientras esperaba los treinta minutos de rigor he aprovechado para depilarme las piernas (que en la demás partes me he hecho el láser, un invento) y me he aplicado unas cuantas mascarillas de rostro. Luego, lavado de pelo, corte de flequillo, secador, planchas de pelo, maquillaje, rímel, pintura de ojos, pintalabios (uno nuevo que hay que aplicar en dos tandas y dura todo el día)...
De pronto, me miro al espejo y no me reconozco. ¿Seré yo? Mi imagen ha cambiado, se ha rejuvenecido, luce una belleza innata (ay, qué modesta soy). Sí, soy yo. ¡Ya era hora!
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